CONSERVO CASI todos mis cabellos, cargo muy pocas canas y disimulo como buenamente puedo mis múltiples defectos, pero me horroriza caminar por aquellos lugares por los que nunca he ido y me sobrecogen los amaneceres dormidos, cuando despierto acurrucado en las orillas del abismo. Eso sí, admito que soy de los que me digo mil mentiras a diario, mientras recito imposibles y tarareo quimeras a ritmo de waka waka, porque sostengo que esto también es África. En ocasiones, lo confieso, doy algún que otro abrazo de más -y no es que me sobren-, o bien se me escapa un beso volado, a saber a qué lugar, y hasta llego a estrechar los latidos de la sangre. Otras veces me entrego al sueño de que voy andando todos los caminos posibles hasta llegar a la humedad de los labios, en la desembocadura de la carne, pero termino como la mar, ahogándome en la arena, en la simplicidad sin fin de la esquiva ternura que se rompe en pedazos, como la espuma. Y me vienen ahora a la memoria los nombres que siendo pequeño descubrí en el torso de aquel árbol que siempre intentaba, aunque fuera en vano, abrazarse a la enredadera, y también a las olas escuchándome como lo haría un sordo, murmurando quién sabe qué cosas, mecidas en el arrullo de su distraído vaivén. Hoy, una vez salvadas ciertas ingenuidades, creo que hace ya bastante tiempo que la naturaleza está fuera de nosotros, que ha desertado de los seres humanos y, quizá por eso, me descompongo cada mañana para entretenerme en la tarea de volver a juntar mis pedazos, como quien rescata los restos de la fugacidad. Y enfrascado en ese ejercicio recuerdo al médico que me alumbró a la vida; a los educadores que me formaron; a los servidores de lo público; a los valedores de los derechos sociales: los funcionarios. La mía es una soledad elegida.