CADA DÍA temo más al lápiz. Me asusta lo que el grafito de su afilada punta pueda revelar de mí en complot con el acelerado vaivén de mi muñeca sobre una cuartilla en blanco, alentado por ese okupa que habita dentro de mí, como Garbancito en la barriga del buey, y nunca da la cara.

Sé que el trazo firme de cuaderno de caligrafía que aprendí los veranos al sol me traicionará en cualquier momento y dejará escapar algún recóndito secreto, algún miedo o algún sueño que, por timidez, recelo o pereza, nunca me atreví a contar.

Estoy seguro de que esperará lo que haga falta hasta que me confíe o me deje llevar por el hipnótico fluir de las palabras deslizándose ufanas sobre el papel, para que, cuando esté completamente sometido a su influjo, aprovechar mi embeleso y asestar unos cuantos garabatos inoportunos que me retraten sin ningún tipo de disfraces ni subterfugios.

A partir de ese instante pasaré del perfecto anonimato a ser una caricatura más en este loco colorín, un inquilino más de la 13 Rúe del Percebe o un insulso secundario ataviado con sombrero y gabardina en un cómic manga, pero sin japonesitas desnudonas.

Comenzaré a comunicarme a base de bocadillos (sin lonchas de chorizo o mortadela) y mi vida quedará eternamente acotada por viñetas en lugar de por cuatro paredes.

No recuperaré jamás mi identidad humana y me acostumbraré a transitar por este singular limbo de tinta y celulosa, pagando condena por no saber o no atreverme a decir verdades si no es por medio del arma de doble filo de un lápiz.