INSULTAR no es lo que era. El insulto tiene hoy escaso caché porque se abusa de continuo. No hay más que escuchar: mucho gallito, poco contenido, sin imaginación.

Nada que ver con lo de antaño: guante a la cara y ya estaba dicho todo. Sin zarandajas ni cacareos.

Escribo hoy de esto porque el otro día me la jugué en un paso de peatones cuando el verde parpadeaba. Un motorista desesperadito dio gas "in extremis" y me rozó la adrenalina. Con el susto le grité ¡golfo! Él, que iba a mecha, respondió un ¡hijo de...! que se diluía entre el ruido. Pienso que, por manido, este recurso tiene ya menos convicción que cuando espetas al antagonista, un suponer, con serenidad y elegancia, marcando sílabas: ¡eres un pen-de-jo!

Pero si hay bajezas deplorables que salen por esas bocazas son las que he alcanzado a percibir -alguna vez desde la tele de la cocina- del intercambio becerril entre los contertulios de programas de esos rosa. Las lindezas, en ese caso, ponen a las claras cómo se ha denostado el arte de insultar cuando la persona se merece un toque y no como norma. Lo importante no es lo que digas sino la valía intelectual de qué insulto se elige y cómo se expresa.

Menos mal que de ese mal gusto se libra el digamos periodismo serio (no al cien por cien, también es verdad).

Mi hija Clara -que dibuja la tira de Yui en el suplemento EVS de los viernes- tuvo la paciencia de recopilarme los "insultos" del último espacio del humorista José Mota. Se los propongo -recorte con tijeras- para si se presentara la ocasión: revientabaúles, cierrabares, terniusco, majabombones, so-mugroso, hocico-pollo, pregonao, tercuzo, tontaco de bajaboina, mangasdehumo, correncueros, pisamostos, pudrecolchones... ¡Ah! Que si me lee el motorista, precisarle que yo soy hijo de Alicia, no hijo de fiuuuuuu.