DESDE HACE AÑOS la cotidianidad se escribe a golpe de palabras como corrupción, terrorismo, muerte o desempleo. Tanto nos hemos acostumbrado a que sólo se entienda por noticia los acontecimientos negativos, que los titulares de los periódicos o los espacios informativos de la radio y la televisión sólo hagan mención a atentados, fraudes, quiebras y sentencias judiciales, que ni siquiera echamos en falta las que se conjugaban en clave positiva. Presos de la vorágine periodística y del gusto por la carnaza, los que nos dedicamos a esto de la comunicación sólo informamos ahora con profusión del problema, pero luego no encontramos espacio para la solución, que, en el mejor de los casos, aparece en una mera reseña de dimensiones diminutas, escondida entre la maraña de desgracias del día. Así, si bien damos cuenta con fotografías a todo color de la llegada a la costa de un inmigrante moribundo, pocas veces recogemos el momento en que se restablece y abandona el hospital bajo el perverso autoconvencimiento de que no interesa al lector, al oyente o al telespectador.

El criterio es similar en el caso de la omnipresente crisis, para la cual recurrimos a sinónimos o inventamos eufemismos, como coyuntura adversa o desaceleración, para no saturar, pero sin renunciar a incidir en más de lo mismo, mientras que desterramos al lugar de los breves un balance positivo o una empresa que, a contracorriente, amplíe su plantilla. Entre tanto, con una pasmosa naturalidad, la gente ha incorporado a su conversación del bar o de la cola de la chacina términos como deflación, líneas ICO o Expediente de Regulación de Empleo. Lo peor es que con la misma facilidad todos nos vamos olvidando de vocablos tan hermosos como sensatez.

*Redactor de El Día