DETENGO a propósito las manecillas de mi tiempo y con desvelo me alongo a las páginas de "Intrahistoria del nacionalismo canario", de Juan-Manuel García Ramos. Ya en el preludio quedo atrapado por una cita de Antonio Bethencourt Massieu que dice así: "Si se lee la historia insular surgen signos de identidad, van brotando, salen solos y, además, a montones". Desde el reposado dinamismo de ese nivel narrativo aligerado y didáctico que propone García Ramos, entiendo que la ruptura de los silencios puede llegar a alterar nuestra palidez, que las ideas se van haciendo y madurando a partir de esas secuencias cortas que son las reflexiones, como segmentos, y que para poder colarse entre los espacios de la memoria, los ejercicios del recuerdo requieren ese vaivén, un viaje incesante en busca de la conciencia nacional hecha jalones. Y entre líneas reconozco a figuras que me resultan inteligibles: Tomás Morales, Elías Zerolo, Patricio y Nicolás Estévanez, Secundino Delgado, Bethencourt Afonso... Entonces me digo que no estoy dispuesto a morir de inanición espiritual, de hastío o remedo adocenado hacia lo exterior, que me resisto a vivir adornado con esa aceptación acrítica que desvaloriza la cultura local y admite, sin hacerse preguntas, que todo parece haber sucedido más allá de nuestro mar.

La intrahistoria, ese concepto unamuniano que sirve como herramienta para descubrir la vida que late en el fondo permanente, me acerca a los colectivos marginados, a la raíz de la oralidad y a las experiencias de vida. Y por eso reivindico una historia que se olvide por un momento de los panteones y de los archivos; una historia de vivos, una historia subjetiva de los nadie, como decía Eduardo Galeano, para que esas personas anónimas y sin historia oficial sean las verdaderas protagonistas.

* Redactor de EL DÍA