LA OPCIÓN de encaramar a la espalda un mochilón de ocho kilos y ponerse a "patear" una media de 30 kilómetros por montañas y corredoiras gallegas es tan sólo eso: una opción. Ni para admirar ni para desdeñar.

Porque cuando llega el momento de sostener el esfuerzo físico -y psíquico-, la voluntad de remontar distancias en esas caminatas del Camino de Santiago, entonces es cuando uno sabe que el cansancio es llave inglesa que aprieta las tuercas para sentirse extenuado, en situaciones a lo mejor difíciles y extraordinarias (en una montaña asturiana es complicado llamar a un taxi si estás apurado).

Yo tomé y coroné esa opción por segunda vez, junto con mi compañero Francisco Antonio Martínez -que selló su cuarta "Compostela"-, una vez culminadas las etapas del denominado Camino Primitivo (Oviedo-Santiago). No presumo de haberlo conseguido -todo el que se lo proponga, evidentemente, lo puede hacer e invito a ello- sino de haber tenido la voluntad anterior de acometer esta opción que desconecta del mundo "velocista" en el que andamos metidos.

Insisto en que cuando uno se ve metido en la más profunda naturaleza, con la cantimplora seca y sin apenas vituallas; que faltan todavía diez kilómetros para llegar a "tierra firme" (de esos que equivalen ¡a dieciocho!), entonces arranca la introspección personal, el silencio profundo. Es el "auto-escáner" que multiplica la capacidad de escucharse uno, a sí mismo; y también el rumor de los árboles; del agua que fluye en los riachuelos, entre peñascos; de los insectos; del rítmico golpeo del bordón. Y callas, y escuchas nítidamente. Sí. Cierras esa bocaza, siempre dispuesta a no parar y escuchas. Te paras a oír lo que te dicen los lugareños, los mayores, otros peregrinos... La virtud y la gratificación de escuchar, de asentir, de asimilar. Darse cuenta de ese don y pulirlo.

*Jefe de sección del EL DÍA