Llevaba muchos años sin volver a su tierra. Se fue de joven a la universidad en Tenerife, allí hizo sus estudios, se enamoró, armó su familia... Ella ronda los 45. Eva es menuda, morena, de pelo corto, con ojos negros. En diciembre encontró su "vieja" ropa de indiana. Fue por casualidad. Abajo, en el sótano de su adosado, entre cajas amontonadas, observó un vestido con multitud de encajes. Lo sacó, lo estiró y lo puso encima de la cama. Al verlo, desde el primer vistazo, se armó de recuerdos, de aquellos bailes, del primer beso en la adolescencia... Tomó aire y casi sin pensarlo llamó a una amiga de la infancia para prometerle que en marzo regresaría.

El baile de la Negra Tomasa, la "embajadora" cubana, abrió ayer, como antaño, el principal acto del Carnaval en La Palma. "Sosó" lleva la fiesta en sus entrañas. Transmitió el mensaje "directo" de Fidel Castro con la guasa sincera, casi chulesca, con clase, del palmero. Habló de unidad, de disfrutar, de recordar a los que un día se fueron en busca de un futuro mejor y llegaron presumiendo de sus riquezas. Por aquel entonces, la fiesta se concentraba entre el atrio del ayuntamiento y la plaza de España, aunque, en verdad, gran parte de la calle Real ya estaba llena de "tíos" y "tías" vestidos de blanco. Era poco más de las doce del mediodía, pero incluso antes, sí antes, sonaron las batucadas, esos grupos peculiares que en esta fiesta un "ciencia", ¡político tenía que ser!, decidió colar. De verdad, ¿qué hacen aquí?, ¿qué representan? (o quizás sea uno, el cronista, que se está volviendo viejo).

Eva aún no había salido de la casa de su amiga. Aquel viejo traje le entró con "calzador". Sigue mantenido buen "tipo", pero de su cintura ya salen algunos "flotadores". Están en un salón. Se han unido otras mujeres. Forman una piña y no paran de hablar de viejas batallas de adolescentes. "En internet dice que lloverá", asegura una de ellas ante la mirada amenazante del resto. Se retocan y viven la esencia del indiano. No hay hombres. Nada de esposos ni novios. Es más, "no los queremos ni ver; hoy no".

Es casi la hora de comer y en plena calle el ambiente se multiplica. Son pequeños grupos. Pequeños, pero muchos. Demasiados. Salen de todas partes. Casi todos buscan cobijo en la barra de un bar. Todo es blanco. Ropa y polvos talco, con ciertas dosis de olor, ¿para qué mentir?, a alcohol. Ya no hay donde aparcar. Las calles están cerradas al tráfico y el casco urbano de Santa Cruz de La Palma se convierte en un búnker. Para comer, para la mayoría, vale el típico bocata de carne apenas "manchado" con mojo rojo y una cerveza (una estafa de 4,5 euros). Baja mejor con vino, pero...

Pasadas las cuatro y media de la tarde, aparece un camión municipal por las cercanías de Correos. Eva ya está en la calle. Son ella y seis más. Antes de salir, lo confiesa: "Llevo dos meses separada". Todas se miran y se acaban sonriendo, quizás en una señal de autodefensa. Han comido en un restaurante cercano, donde tenían cita desde hacía dos meses. El servicio fue malo y la comida, peor. Cargan mochilas con botellas de bebida. Ellas lo llaman "tomar en la calle"; sus hijos dirían "botellón". Aún les da pereza pegarse al mogollón, evitan los empujones, y observan desde la distancia el reparto de polvos talco.

Es un vehículo con unos seis mil botes. A su alrededor, miles de personas con la mano levantada. Parecen saludar a sus ídolos, pero son solo polvos. Todos quieren el "premio". "¡No me pisen!", grita uno. Más allá del costo del bote, apenas un euro, es la sensación de vivir la tradición. Es una marea humana que se pierde a lo lejos. Se habla de 50.000 o 60.000 personas... Eva se retira de sus amigas. Está sola. Las ve desde lejos, pero quiere un segundo de respiro. En los "indianos", el que vuelve a La Palma siempre piensa en los viejos tiempos, en aquellos que no volverán, en las risas con amigos que habitan en otra vida. Ella no es una excepción. Se acuerda de Paula, de su prima, a la que el "bicho" (léase cáncer) se la llevó. Llegó a llorar, aunque para evitar la melancolía corrió con celeridad en busca de su gente.

Comienza el ascenso. Pasan de las cinco y media de la tarde. Mucha gente evita los apretones y va por la avenida Marítima. Es un desfile lento, con música, jaulas, baúles, puros a medio morder, besos, caricias, en busca de la plaza de La Alameda. Son miles de personas con litros de alcohol en sangre, siempre con buen "rollo" (que diría mi sobrino), con la excepción del grupo de "chulitos" que siempre buscan bronca, por una calle Real que se hace estrecha. O quizás no, tal vez tenga la justa medida, ni más ni menos, para sentir el calor ajeno. Eva y sus amigas ya no tienen mochilas. Ni botellas. Ni pesares. Hasta los ojos se les han hecho más pequeños. Bailan con unos, luego con otros. Eso sí, sin "pasarse", aunque a veces se les oiga un clarificador: "Saca la mano". Sus cuerpos se adaptan a la música hasta llegar a la "cima". Allí muchos se acaban rindiendo; otros, por el contrario, siguen la "guerra" hasta la madrugada. Es cierto que los indianos siempre vuelven, pero cada año marcan la vida de alguien. A veces, incluso, de muchos.