EN MIS NUMEROSOS escritos realizados y publicados, que se acercan ya a la cifra de 1.500, no es la primera vez que yo hablo de que soy un personaje polifacético, y lo digo sin petulancia, teniendo en cuenta que me considero un ciudadano humilde por naturaleza. Pero sí que creo a pie juntillas que lo soy por múltiples aficiones, amén de que los cargos que he ostentado así lo proclaman. En el ejercicio de la medicina auxiliar, el fracaso de mi eterno sueño de alcanzar la licenciatura, el fútbol, mi cargo de juez de paz titular del pueblo de Arona, mis otros estudios, la música, en especial la lírica, con mis estudios en el Conservatorio, mis actuaciones como barítono de zarzuela, mi apasionada afición a escribir: artículos, cinco libros, reportajes, entrevistas y un largo etcétera. Pero lo que nadie sabía hasta ahora era lo de mi actuación como "veterinario" en tres ocasiones, obligado por las circunstancias.

El primer caso fue hace muchos años, con ocasión de actuar en Los Cristianos un circo ambulante. Uno de los monos había enfermado y por prescripción telefónica de un veterinario hube de inyectar al mico un medicamento. De verdad que no las tenía todas conmigo, ya que el bicho me miraba con sus ojitos saltones, y yo no sabía si se iba a comportar bien o me iba a atacar en algún momento.

Años más tarde me llaman para asistir a una tortuga de gran tamaño. Al parecer había sido capturada en el acantilado de Los Gigantes y era propiedad de un súbdito americano, el promotor y dueño de Tabaiba. El animalejo estaba dentro de un Land-Rover boca arriba, y a pesar de ello con sus enormes extremidades daba unos golpes que revestían peligro. Le suturé varias heridas de arpón y rompí numerosas agujas curvas de las que yo utilizaba en los partos de humanos en los casos de desgarros de periné.

Al terminar mi labor, el americano y yo entramos a mi despacho para abonar la minuta: "¿Cuánto le debo?". Yo le dije que no tenía experiencia en estos menesteres y que lo dejaba a su albedrío. Me dio 300 pesetas, pero el enorme fajo de billetes que mostró producía mareos. Y así termina la historia.

Y el 27 de junio del año 1983, cuando me aprestaba a acudir al Hospital Universitario de Canarias para ver al primero de mis nietos, una niña de nombre Saray, hoy convertida en una excelente periodista, me llama un buen amigo del pueblo, Benito Sierra Fraga, terrateniente y poseedor de una magnífica cuadra de caballos. Me dijo que necesitaba mis servicios, ya que al nacer el potro había sido atacado por sus compañeros de cuadra. Le dije que yo iba a ver a mi nieta y que yo no era veterinario. Insistió y hube de ir a su finca. Fue laboriosa la faena; rompí varias agujas y gasté cantidades de seda en la sutura, y para colmo me clavé una de mis agujas, por lo que hube antes de viajar a inyectarme una dosis de Gammaglobulina antitetánica, ya que en ese momento no estaba vacunado correctamente. Hoy sí lo estoy. Después me pidió la factura, y recordando el caso de la tortuga y el fajo de billetes del americano la minuta ascendió a 33.000 pesetas de las de entonces. El trabajo mejor pagado de cuarenta y siete años de vida profesional.

Se escriben las pequeñas historias de un pequeño pueblo en la historia profesional de un humilde sanitario.