Miles de personas arriesgan su vida en las minas de oro de la costa este de Filipinas, donde, con la única ayuda de finos tubos de plástico por los que respiran, se zambullen en turbias aguas de lagos o ríos en cuyo lecho perforan angostos túneles de los que extraen el preciado metal. "Lo peor es que no se ve absolutamente nada y no es fácil respirar. Yo pasaba demasiado miedo y lo dejé", dice Elmer Boniel, de 35 años, a las orillas de la laguna de Santa Milagrosa, en la remota localidad de José Panganiban, en el noreste filipino.

Boniel habla desde una de las raquíticas balsas de bambú que flotan en la superficie y en las que los mineros se preparan para las largas inmersiones, a la vez que se aseguran de que a sus compañeros les llega el aire necesario para sobrevivir durante cerca de 3 horas a unos 15 metros de profundidad.

Un amarillento y frágil tubo de plástico de medio centímetro de diámetro, una vieja bombona y un oxidado motor llevan el aire hasta los mineros que, sumergidos en túneles de poco más de medio metro de ancho, cargan a ciegas unos sacos de denso lodo del fondo del lago, que luego son elevados hasta la superficie con una cuerda.

Miles de personas ponen sus vidas en riesgo en inmersiones de hasta 3 horas

"Sabemos que los compañeros están vivos por las burbujas de aire que salen hasta la superficie", cuenta Harold Francia, quien a sus 28 años lleva más de una década sobreviviendo a las extremas condiciones de este tipo de minería.

"Lo hacemos porque no nos queda otra opción, es la única forma que tenemos de ganar dinero, pero es un trabajo que no le desearía ni a mi peor enemigo", añade el joven minero.

El peligro de este tipo de minería no acaba con las más de 10 horas diarias de buceos, ya que después comienza la tarea para refinar el oro en bruto, en un proceso altamente tóxico.