Es Semana Santa y en cualquier rincón del casco antiguo de La Laguna queda patente. A los balcones adornados con terciopelos rojos o morados se suma el corretear de centenares de fieles que van de iglesia en iglesia visitando los monumentos del Jueves Santo.

"Santo Domingo sigue siendo el que más me conmueve", le dice una anciana a un joven mientras caminan calle Carrera hacia arriba, al tiempo que esta le replica: "Pues yo nunca falto al de las Claras".

A gran velocidad las adelanta un cofrade de la Misericordia con el capirote bajo el brazo, y es que quedan pocas horas para que salga en procesión el Señor de la Humildad y Paciencia.

Pocas horas después y con la sola presencia de la luna llena y algunas nubes negras que la ocultan, los callejones que conducen a la plaza del Cristo se vuelven a llenar de pasos y susurros.

Son casi las cuatro de la mañana y solo el repique del tambor se atreve a romper el silencio que mantienen centenares de personas al contemplar al Cristo de La Laguna atravesar lentamente los arcos de su santuario.

El frío es tan intenso que con cada respiración el vaho hace acto de presencia, confundiéndose con el humo del incienso que precede a la sagrada imagen.

"Huele a Semana Santa", le dice una niña abrigada hasta las cejas a una mujer, que inmediatamente la manda a callar con un gesto.

Tras cumplir con el Sermón de las Siete Palabras y hacer sus correspondientes paradas en los conventos de las Catalinas, Las Claras y Santo Domingo, la madrugada empieza a ser amanecer y en la plaza del Adelantado no cabe un alfiler.

Todas las miradas los miembros de la Esclavitud, hasta que se paran en los soportales del ayuntamiento.

El silencio que ha reinado durante toda la noche se hace más profundo hasta que se escucha el eco de una malagueña que pone los pelos de punta a todo el que la escucha. Los suspiros y sollozos hacen acto de presencia por doquier. "Ya nos podemos ir", le dice una anciana a otra mientras se seca las lágrimas. "No, que quiero escuchar el Adiós a la vida", contesta la otra.

El cielo es ya más azul que negro y los pájaros comienzan a canturrear mientras la procesión, que empezó hace casi cuatro horas en el Santuario del Cristo, consume su tramo final rumbo a la Concepción.

Las calles quedan casi desiertas durante algo más de tres horas a la espera de que las cadenas del Lignum Crucis vuelvan a rodar por las calles delante de La Piedad.

Huele a almendras garrapiñadas y sale el sol, convirtiéndose en el mejor augurio para los más devotos seguidores de la Semana Santa lagunera y de sus procesiones, porque a las cinco de la tarde comienza la Procesión Magna.

Lentamente, con cornetas y tambores delante y bandas de música detrás poco a poco todos los pasos van saliendo de La Concepción en riguroso orden de antigüedad. De nuevo el silencio es la tónica general, aunque esta vez son las cámaras de los turistas los que lo interrumpen una y otra vez.

Empieza a oscurecer y el airecillo típico de las calles laguneras avisa de que la noche va a ser gélida.

Cuando la luna llena corona San Roque en las aceras de la calle Carrera ya hay triple fila. No es para menos, cientos de laguneros esperan al paso del Señor Difunto: la imagen más dura y sobrecogedora de las que procesionan en la ciudad.

A oscuras y bajo el más sepulcral de los silencios, a lo lejos sólo se oye el estruendo que los porteadores hacen con las varas con las que sustentan la sagrada talla. Entre el estruendo, resuenan las campanillas que tintinean sobre el rostro destrozado de dolor del Nazareno.

Se aleja ya la imagen rumbo a su tumba en Santo Domingo. Para muchos es el final de la Semana Santa, para otros solo el principio de la del año siguiente.