CUANDO uno pregunta cuál es la principal función de los medios de comunicación, no resulta extraño que nuestro interlocutor nos mire con cierta sorpresa, ya que la misma cuestión lleva implícita la respuesta. Si tenemos en cuenta el axioma que establece que lo definido no debe formar parte de la definición, a primera vista parece absurdo hacer la pregunta, puesto que la respuesta -comunicarse- parece obvia. Sin embargo, aun siendo correcta, creo yo que habría que matizarla debido al amplio abanico de posibilidades que la comunicación entraña.

Resulta evidente que no realizan la misma función los periódicos que la radio o la televisión, pues si bien estos dos últimos tienen como ventaja la inmediatez -lo primero que hacemos cuando salta una noticia es sintonizarlas para conocer los últimos detalles-, los primeros es posible que los aventajen al hacer un análisis más pormenorizado del suceso. De hecho suele decirse "a ver qué dicen mañana los periódicos", como si concediéramos más fiabilidad a lo que en ellos se manifiesta. Y es, creo yo, por lo que antes he dicho: la noticia escrita está más elaborada, se tiene más cuidado al usar las expresiones, el redactor se esmera en la utilización del lenguaje para que la noticia sea perfectamente comprensible. Sí, lo sé, a la noticia escrita le falta espontaneidad, pero es notorio que cuando oímos por la radio o vemos por la televisión algún programa, sobre todo si hay imágenes, a menudo estas no se corresponden con lo que el locutor narra y nos producen algunos despistes. Sin embargo, siendo esto un inconveniente, lo más grave es la falta de preparación de quienes dan la noticia. Y es este asunto el que quiero tratar hoy en este comentario.

Los más viejos -y tampoco hace falta remontarse a muchos años atrás- evocamos la labor que desarrolló el recordado Ignacio García Talavera en la desaparecida Radio Juventud de Canarias, una emisora entrañable por la que pasaron innumerables personajes que luego han tenido una encomiable parte activa en la vida de la isla. Podría nombrar a muchos de ellos -la mayoría ya fallecidos-, pero me voy a centrar en la escuela de actores que Ignacio creó. En su opinión, ser locutor era algo especial. Cualquiera podía "hablar por la radio" -hoy ocurre lo mismo-, pero un profesional del medio debía tener una serie de cualidades que no están al alcance de cualquiera. Ello no quiere decir que no podía alcanzarlas, si bien es preciso estudiar -y duramente- para lograr el nivel adecuado a los requisitos que esa profesión requiere, y de ahí la escuela de actores por él creada. Teniendo en cuenta esta premisa, la mencionada escuela que se formó en la emisora fue una fuente inagotable de magníficos locutores -y presentadores-, que durante muchos años permanecieron en el candelero. No había fiesta, pregón o acto cara al público que no estuviese presentado por alguien cuyos principios se cimentaran en dicha radio. Además, se notaba "su buen hacer y su buen hablar". Su dicción era perfecta, igual que la adecuada utilización de adjetivos y adverbios y el tono de voz -muy importante para crear una perfecta simbiosis entre quien habla y quien escucha-, sin estridencias malsonantes, destacando, además, la impresión de "vivir la noticia" que causaba en el oyente; es decir, que no se limitaban a leerla, como siguiendo una rutina.

Desgraciadamente, no es esto lo que hoy se estila, y de ahí el título de este artículo. Hace unos días, mientras veía por televisión el partido entre el Gerona y el Tenerife, el locutor dijo algo así como que un jugador del Tenerife intentó "encimar" a un contrario. Me cogió en un momento de distracción y no pude ver la imagen en cuestión, pero aún me estoy preguntando qué quiso decir; supongo que el jugador que tenía el balón pretendió pasarlo por encima del contrario. De todas maneras debo aclarar que estábamos viendo la retransmisión unas treinta personas que no dejaron de proferir una carcajada al oír la palabreja. Suelo recordar con frecuencia "El dardo en la palabra", el magnífico libro de Fernando Lázaro Carreter que recogió los artículos mensuales que publicó en el diario ABC. No hace muchos años que don Lázaro falleció, pero si hoy volviera a la vida, una vez más se llevaría las manos a la cabeza ante el tremendo deterioro que sigue sufriendo nuestro idioma, sobre todo en la radio. Son tantas las emisoras que han invadido las ondas que, ante la falta de profesionales de la locución, se elige como locutores a personajes de lo más variado que, sin embargo, tienen algo en común: no tienen ni la más "pugnetera" idea de lo que es pronunciar adecuadamente las palabras. Utilizan con frecuencia expresiones barriobajeras, prescinden de infinidad de palabras -como si estuviesen enviando un SMS- y confunden su significado -"restar" por "faltar"; "a bordo de" por "en"; "inicio" por "comienzo"; "inmerso" por "sometido"...- contribuyendo de manera decidida a lo que parece ser su meta: deteriorar el idioma.

Lo triste del caso es que quienes queremos expresarnos adecuadamente no podemos hacer nada para remediar la situación, pues carecemos de los medios necesarios para conseguirlos. Tendríamos que ponernos tapones de cera en los oídos para impedir que la mala locución no acabe afectándonos. Es como el deje de un idioma, que, pasados unos años, lo hacemos nuestro aunque hayamos vivido allende los mares. En resumen y exagerando un poco, el español hablado dentro de unos años constará de no más de mil palabras. Y no exagero, porque ¿recuerdan ustedes los anuncios que se leían hace treinta o cuarenta años afirmando la posibilidad de aprender inglés en tres meses? Luego resultaba que el idioma inglés, para quienes hacían la oferta, no tenía más de novecientas palabras...