AL llegar desde Ámsterdam, Delhi fue la primera toma de contacto con la realidad de este gran país. Habían sido muchos años acariciando ese sueño de pisar la tierra de la India y ahora me encontraba ahí, en plena noche, inmersa en todo un caos de personas, contaminación, niños, vendedores callejeros, taxis, rickshaw, etc. Era el peaje para acceder a un patrimonio inconmensurable. Delhi nos recibió bajo la niebla, a las veintidós horas local de la India. Por los inmensos pasillos del Aeropuerto Internacional Indira Gandhi llegamos hasta el coche. Calles bulliciosas donde los Tuc-Tuc se cruzan en nuestro camino. Es una ciudad que apenas duerme. Una ciudad repleta de vida, pobreza, lujo y mucha alegría.

Entre aromas de flores e incienso de muchos siglos. Viejos muros que aún nos relatan tantas historias de princesas, casi estremeciéndose con el sonido de muchas miles de personas sobre el suelo por un millar de años. La música de su sonido solo podemos escucharla en sus calles, en sus mezquitas y en sus palacios. Es increíble, y lo sagrado de sus templos va mucho más allá de mis pasos, de mis palabras. Porque ya no son precisamente mis palabras las que ahora despiertan esa inmensidad, sino al profundo del corazón de una tierra que tiene miles de años contenidos entre sus murallas; el verdadero sentir de la India.

Delhi

Bajo el sol rojo de sus atardeceres y la niebla de sus mañanas, es un monopolio de color, sabor, luz y vida; mucha vida. Entre el verdor de sus parques y el calor de sus calles repletas de gentes. Nadie es testigo de nadie pero todos están unidos por un mismo eslabón, la supervivencia. Mezcla de castas donde el respeto y la devoción anidan entre sus gentes. Hay lugar para todos porque todo es de todos. Un tapiz multicolor en el que cualquier puntada es importante y tiene su razón de ser. Punto de encuentros en el que todos somos bienvenidos y al que nos sentimos vinculados, no desde que comenzamos a tener noción de este maravilloso país, sino desde el mismo momento en el que su aroma penetra por nuestra piel. Sobre las manos extendidas de los niños que, con sus blancos dientes y sus sonrisas imperecederas, nos muestran el mapa que configura sus vidas, y es que a pesar de no tener nada son felices.

Con sus 3.300 mil kilómetros cuadrados y una población de casi 1.250 millones de personas, Delhi es la capital federal de la Unión India y la tercera en orden de importancia. A orillas del río Yamuna, da nombre a un minúsculo estado situado en la llanura noroeste del país, y nudo de comunicaciones entre el suroeste, el norte y el sureste. Delhi es la sede de la administración del país, habiendo sido conquistada muchas veces por sus sucesivos dominadores (británicos) que dejaron su huella construyendo Nueva Delhi. Confluyen en ella edificios oficiales, bulevares, zonas residenciales ocupadas por embajadas, bazares, laberintos de calles, templos y mezquitas.

Connanght Place es el corazón de la ciudad donde se halla el distrito administrativo y en el que el 26 de enero se realiza un desfile conmemorativo con motivo del Día de la Independencia. Al noroeste, la vieja Delhi o Shajanabad, ciudad del emperador Moghul que la construyó en el siglo XVll. La calle de la Planta o Chandi Chowk, y el Jami Masijid, en el barrio musulmán, es la mayor mezquita de la India. Al Este, el Fuerte Rojo y el Raj Ghat parque con el monumento conmemorativo a Gandhi. Junto a él, grandes zonas ajardinadas de los innumerables parques que salpican la ciudad y que le llaman el Bosque de la Paz, donde también se llevó a cabo la incineración de Neru.

Los parques de Delhi son auténticos oasis de tranquilidad. Como si al entrar en ellos todo el mundo de bullicio y confusión quedara a las puertas. Con flora y fauna muy variada y donde el visitante puede descansar, charlar o simplemente alejarse por unos momentos de la realidad terrenal. Únicamente el canto de los cormoranes nos recuerda que estamos viviendo un apartado minúsculo de nuestro viaje.

Saliendo por carretera, y con seis horas o más de coche cruzamos pequeños poblados y aldeas; contemplamos gentes, peajes, camiones y todo tipo de interesantes secuencias de la vida de un país distinto a la vez que maravilloso. Llegamos, por fin, a la región del Rajastán. Es el territorio más extenso del noroeste de la India. La parte colindante con Pakistán es el desierto del Thar (históricamente zona de tráfico de caravanas). Rodeada por las antiguas montañas Aravalli y a una altura de 2.000 metros, estos extensos montes separan las áridas zonas del oeste de las fértiles del Este. La carretera surca inmensos campos de mostaza donde las mujeres, con sus coloridos saharis realizan las tareas agrícolas. Alguna escuela abre sus puertas y numerosos niños salen felices hacia sus casas con las mochilas a la espalda y el rostro lleno de ilusión. Escenas que se cruzan a nuestro paso envolviéndonos cada vez más en esa magia atrayente que subyace en cada esquina, en cada piedra, en cada olor. Almorzamos en un bello castillo en la localidad de Samode, después seguimos nuestro viaje.

Jaipur

El sonido del agua de sus fuentes y el aroma a jazmín despertaba a sus princesas. Murallas de tierra roja arenisca, elefantes ataviados que nos conducen por caminos hasta alcanzar la parte superior de los fuertes que custodiaban a las ciudades y desde cuya planicie nos permite contemplar toda una ciudad de cuentos, de leyendas, de dinastías. Jaipur, con un ir y venir de gentes por sus calles. Jardines inmensos que nos sumergen en sus historias y donde, por entre los recovecos de sus palacios, las diminutas ardillas juegan y salen a nuestro encuentro, testigos de la historia. Al caer la tarde, el Palacio del Agua resurge frente a nosotros en la inmensidad del lago. La dorada luz nos atrapa de nuevo con la magia de esta ciudad de leyenda y cuna de reyes.

Jaipur es la capital del Rajastán, tierra de reyes. Con sus 204 kilómetros cuadrados y una población de más tres millones de habitantes, está circundada por murallas y elegantes palacios. "La Ciudad Rosa" nos permite sumergirnos de inmediato en el ambiente y colorido del Rajastán. Asistimos a una ceremonia religiosa en el templo Birla donde se canta y ofrenda a los dioses con lámparas de aceite de manteca de leche de vaca.

Los monos saltan de ventana a ventana y la vida de ciudad bulle frente a nosotras a la mañana siguiente. Bajo nuestros pies, que intentan atrapar en cada paso todas aquellas imágenes que, ni las cámaras, son capaces de captar, por la variedad y abundancia de momentos dignos de ser inmortalizados, visitamos el Palacio del Agua, inmerso en la enorme laguna frente a la ciudad y el Fuerte Amber, cuya subida la realizamos sobre el lomo de un elefante. Grata e inolvidable experiencia. El Fuerte Amber se levanta entre las montañas dominando la carretera de Delhi a once kilómetros de Jaipur. A sus pies se encuentra el lago Maote, donde los elefantes chapotean alegremente tras cumplir con su jornada laboral. La Ciudad Rosa, comprendida dentro de las murallas que rodean a la ciudad junto al Palacio de los Vientos. y el Templo de Krishna, al norte de la City Place, en la gran zona verde de Ram Nivas Gardens, residencia del marajá de Jaipur. Fuera de la muralla encontramos el Museum Indology y el Albert Hall. Las calles y el encanto de sus tiendas y bazares llaman la atención del turista. Fábricas de alfombras, joyerías, telas, son el reclamo de los habitantes de una ciudad muy visitada y a la que gusta recibirnos con una cordial bienvenida y una taza de té.