Llegó a la playa de la Tejita de madrugada, se adentró en la arena seca y blanda que caracoleaba en torno a sus pies descalzos, la una la acompañó en su paseo hacia la verdad, probablemente porque las dos caminaban igual de despacio. Quería pensar en silencio y buscar la magia que dicen anida justo en aquel lugar. Al igual que en el sendero de su vida, no dejaba un rastro de huellas recto, lo mismo pisaba en blando como segundos más tarde lo hacía en seco, eso sí, con la torpeza e ingenuidad que pese a sus muchos años aún conservaba.

No supo realmente qué le llevó a cruzar ese rabo de lagarto herido -como escribió el poeta Emeterio Gutiérrez Albelo-, que lleva del norte al sur de la isla, pero allí estaba, masticando sus miedos, ahuyentando el pensamiento salvaje que le atenazaba en la boca del estómago cada vez que sentía la llamada sensual del mar. Al llegar a la arena húmeda, justo la que se deja acariciar por el agua, pensó en dejar que la abrazara eternamente la oscuridad, tal vez esa fuera la respuesta que buscaba, pero siguió caminando desafiante hacia el perfil de Montaña Roja y, algo más al este, descubrió de pronto el de la Montaña Pelada, por lo que quiso avistar entre los primeros tintes del amanecer -entrecerrando los párpados- el vuelo de alguna pardela, un caminero o un alcaraván. No eran horas estas para que el árido paisaje de arenas rojizas se llenara del alboroto diurno de los pájaros; tampoco eran horas para que el sempiterno viento de El Médano le golpeara el rostro con furia. Por ello decidió volver sobre sus pasos, desandar el camino recorrido y buscar su verdad dentro de ella misma, sin abandonarse, que sería la ruta más fácil, sin dejarse ir.

Apretó los dientes, cerró los puños, mandó cerrar los manantiales de sus ojos, dejó que un quejido rasgara el silencio apenas roto por el siseo de las olas y llenó su boca con el aire salino. Ya había encontrado la respuesta que buscaba: el ser humano es concebido para que persiga sus sueños -a ella le sobraban paciencia y ternura-, y seguiría luchando por alcanzarlos, para eso tenía por delante el resto de su vida. Apuró el paso porque ya se presentía el tornasol del amanecer y temía que alguien la viera con aquella imagen patética, con las alas rotas y los ojos rotos de cansancio. Se limpió las huellas de sal y arena de los pies, subió al coche, encendió la radio, se ajustó el cinturón y emprendió la marcha. Estiró la mano para coger la pintura de labios, se atusó el pelo y se pasó por la nariz un pañuelo de papel. El viento la había hecho moquear.

Dejó a su derecha la barca varada en tierra adentro, y justo al hacer el giro carretera arriba, detuvo por un instante la vista en el perfil de los edificios, buscó entre los claroscuros aquel ático en el que había sido tan feliz, en el que había escrito pasajes de ternura entre camisas recién planchadas, tostadas con salmón, croquetas de espinaca, turrón, vino blanco y chupitos de tres sabores... Recordó las largas conversaciones, los relatos de vidas pasadas, las anécdotas compartidas, las críticas al poder, la complicidad y las risas bajo un techo marcado por grupos de rayas verticales, en haz pero sin flechas -que eso de ser de derechas y monárquica estaba muy mal visto en aquella casa- y pensó, como Serrat, que al techo no le iría nada mal una capa de pintura.

Así, aferrada a los recuerdos, llegó a la autopista y apretó el acelerador del coche, no quería que le sorprendiera el alba. Era viernes, aún tenía que afrontar una jornada de trabajo y convivir con la realidad de una existencia de muñeca rusa, inmensa por fuera pero hueca por dentro. De nada valdría el empeño en llenarla con historias de otras tantas muñecas de diversos tamaños, pues ninguna de ellas había tocado con la mano aquel techo plagado de rayas verticales, una huella que no borrarán ni diez manos de pintura. o siento por Serrat.