Está abierta la veda para la caza del político sea cual sea su filiación. Los partidos no son conventos de monjas, suponiendo que los claustros religiosos sean oasis de honradez absoluta en un mundo fundamentalmente depravado. Lo que está pasando en el PP es escandaloso con independencia de las auditorías externas, internas o de las otras que encargue don Mariano. No menos escandaloso que lo ocurrido en el PSO en otras épocas, en el nacionalismo catalán igualmente antes -y también ahora- y hasta en CC de vez en cuando. Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

No obstante, cuidado. Pensar que la democracia puede funcionar sin partidos supone caer en una ingenuidad superior incluso a la de Rajoy, aunque la culpa de que el PP tenga diez boquetes -y todavía me quedo corto- bajo la línea de flotación no la tiene su actual presidente sino quien lo nombró. Aznar fue un político inteligente hasta que se consideró listo. Tan listo, que se pasó; y pasarse de listo es una forma refinada de idiotez. Pensó que nombrando a un hombre pusilánime para que lo sustituyera al frente del partido y del Gobierno -esto último cuando ganase las elecciones, lo cual se demoró bastante más de lo previsto entonces- mantendría controlada la casa desde la barrera.

La idea no era del todo mala. Un tanto infame, pero no propia de un sonso. l fallo radicó en que el elegido resultó mucho más apocado de lo que convenía. l resto ha venido por añadidura. Cuando en una organización, sea un partido, una empresa o un simple equipo de fútbol falta alguien capaz de dar un puñetazo sobre la mesa de vez en cuando, el personal se desmadra. O abre cuentas en Suiza con 22 milloncitos de nada. Todavía no se ha enterado Rajoy que no todos sus semejantes tienen asegurados los garbanzos al mismo nivel que un registrador de la propiedad. Posiblemente tampoco haya leído a Oscar Wilde y, "por consiguiente", desconozca esa célebre queja suya de que podía resistirlo todo menos la tentación.

Todo esto, y algunas cosas más, han contribuido a que la clase política española se enfrente a un doble y generalizado problema. Al descrédito que ya arrastraba se une ahora una ignominia con nombres, apellidos y siglas de partidos. Mal asunto para los políticos y sus organizaciones, aunque mucho peor para nosotros si seguimos deslizándonos por el tobogán de los exabruptos y decidimos, tan en consonancia con el apasionamiento hispano, incendiar cuanto encontremos por delante. Hay una diferencia muy grande entre la necesidad imperiosa de regenerar los partidos y liquidarlos a perpetuidad. La democracia no es un sistema perfecto, sobra repetirlo, pero cualquier otro es peor. Podemos optar por las listas abiertas -ojalá se haga cuanto antes, aunque no lo creo- y, de paso, cambiar un sistema electoral que les da a los nacionalismos periféricos una representación que no les corresponde por sus resultados en las urnas. Podemos aprobar leyes que impidan estos bochornos o, cuando menos, que metan en la cárcel durante muchísimo tiempo a los canallas que nos avergüenzan, pero cuidado con los partidos porque carecer de ellos, o limitarnos a uno solo, supone volver a una etapa que padeció spaña durante casi 40 años. Algo a lo que nadie sensato puede aspirar por mucho que nos seduzca pensar que en el franquismo no sucedían estas cosas; sucedían otras peores.

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