Nunca milité en ningún sindicato porque siempre pensé que jamás culminaría mis expectativas y convicciones sobre la justicia social a la manera en que debería conducirse la protección de los trabajadores en un mercado laboral cambiante, aunque confieso que durante la transición política me atrajo la fuerza con la que estas organizaciones irrumpieron en la sociedad con ideales de cambio. De hecho, ya han transcurrido casi 40 años desde que el denostado y añorado sindicato vertical diera paso a un auténtico mosaico de organizaciones obreras de todas las tendencias imaginables. Muchas emergieron desde el pozo de la clandestinidad: anarquistas, socialistas, comunistas, nacionalistas e independientes, con el denominador común de la lucha por el bienestar y la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores. Incluso hubo sindicatos con acciones realmente vanguardistas que fracasaron en los años 80 del pasado siglo, como en el caso de la promoción de viviendas, por citar un ejemplo.

Me atrevería a decir que la legalización de los sindicatos fue un paso decisivo para restablecimiento de las libertades, pero considero que cuatro décadas han puesto de relieve la falta de miras y de ambición socioeconómica y, sobre todo, de unidad y de un real sentido de autosuficiencia. Sin embargo, el movimiento sindical carece de arraigo y tradición en las masas obreras, posiblemente porque aprecian que no les inspira confianza.

El papel de los sindicatos se ha limitado exclusivamente a la representación y la intermediación en la negociación entre trabajadores y patronal, y algunos, a ser correa de transmisión de partidos afines, así como a actuar como gestorías, pero sin ir más allá, como constituirse en organizaciones fuertes en ámbitos financieros que actuaran como verdaderas cajas de resistencia para sus afiliados en paro, por citar un ejemplo. O en el terreno de la prevención, con la gestión de otro tipo de fondos de solidaridad.

En estos tiempos que corren los sindicatos tienen una oportunidad para su reconversión, depender más de sí mismos y no de las ayudas o subvenciones, ganarse la afiliación en la calle y, no sólo organizar huelgas generales. España figura entre los países europeos con menos afiliación sindical, con un 10%, solo superado a la baja por Estonia, Francia y Letonia. Por el contrario, Suecia, Dinamarca y Finlandia están a la cabeza de la filiación con el 70%.

Ya me parecería utópico encontrar sindicatos exentos de liberados en horas de trabajo, "independientes" del Estado al que atosigan y del que se nutren vía subvenciones y sustentados exclusivamente con las cuotas de sus socios o afiliados. Como en toda regla, es de suponer que habrá excepciones.