Si por alguna extraña circunstancia relacionada con la ciencia ficción -sin excluir la existencia de los universos paralelos y teorías afines- volviese a nacer, volviese a ser niño y me volvieran a preguntar qué quiero ser de mayor, respondería sin dudarlo que empleado del metro de Madrid. El conflicto del transporte público en la capital del Reino -a los trabajadores del suburbano se han unido los de la Empresa Municipal de Transporte; es decir, los guagüeros de la Villa y Corte- nos queda demasiado lejos para que nos afecte, pero aun así es un buen ejemplo de lo que ha sucedido desde hace mucho tiempo en este país tanto con las empresas públicas, como con aquellas participadas mayoritariamente por la Administración, sea esta la estatal, la autonómica, la municipal y hasta la insular en el caso de Canarias, ya que en estas Islas no solo tenemos tres administraciones sino cuatro.

¿Y por qué les confieso mis tardías apetencias por ser conductor -o lo que pueda- de un ferrocarril suburbano? Pues, entre otras cosas, porque mi empleo sería hereditario. Como lo leen ustedes: los cónyuges de los trabajadores del metro que hayan fallecido tienen derecho a incorporarse a la empresa de forma indefinida. Ni oposición, ni nada; para dentro sin más. Eso en el caso de que acontezca algo luctuoso; algo, por lo demás, que también le puede suceder a cualquier trabajador que no sea del metro, sin que por ello se beneficien sus familiares. in llegar a tales extremos, siendo empleado de esa empresa disfrutaría de 11 días de asuntos propios al año, seis de ellos remunerados sin contar, naturalmente, con vacaciones y festivos. Para los apuros monetarios dispondría de un anticipo de hasta seis meses de sueldo que podría devolver en 30 cómodos plazos, amén de unos créditos para adquirir o reparar mi casa a un 3% de interés y diez años de amortización. Por si fuera poco lo anterior, mi cónyuge e hijos sin trabajo utilizarían gratis ese medio de transporte mientras que yo disfrutaría, por añadidura, de un pase para desplazarme de gorra también en guagua. Mientras tanto, a los ciudadanos les han aumentado las tarifas del metro en algunos tramos al doble, y en el menor de los supuestos un 60%.

Esto es consecuencia de una política de negociaciones colectivas sustentadas, por una parte, en una presión al alza de los sindicatos -una vuelta de tuerca cada vez que toca sentarse a discutir el convenio- y por otra en la actitud de unos políticos que se arrugan no ya con una huelga en sí, sino simplemente con una mera amenaza del comité de empresa. Algo comprensible porque a quien ocupa un cargo público, y en consecuencia depende de un resultado electoral para seguir en él, le resulta más rentable ceder a unas demandas, aunque sean disparatadas e insostenibles a largo plazo, que enfrentarse a una muchedumbre de usuarios aglomerados y cabreados en los andenes -o en las paradas de las guaguas, o en las estaciones del tranvía- porque un conflicto laboral ha reducido los servicios al mínimo admisible. A fin de cuentas, quien paga las prebendas no es el político sino los contribuyentes. Por eso están como están las empresas públicas y, por extensión, todo un país que ya tiene a 50.000 de sus habitantes currando en Alemania.

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