Una vez le oí decir a una señora dedicada a la política, y con cargo público, que es preferible detener a un individuo acusado de violencia machista aunque sea inocente porque en cuanto se sepa la verdad quedará libre, antes que darle opción a un solo culpable de escapar sin castigo. En estos momentos se me ocurre preguntarle a esa señora, cuya identidad no voy a desvelar, si al ciudadano belga Jean Lucien es suficiente con darle una palmadita en la espalda, pedirle disculpas por haberlo detenido sin motivos excesivamente concluyentes y recomendarle que se olvide del asunto, habida cuenta de que estas fechas Navideñas son propicias para el perdón. La respuesta es no; no se puede remediar nada porque este hombre se ha quitado la vida.

Así ha concluido una historia sobre violencia doméstica o machista -rechazo la expresión violencia de género porque ya bastantes patadas le damos al diccionario y a la gramática sin querer para encima reincidir a propósito- que comenzó hace unos días en el Sur de Tenerife con una pareja de belgas que llevaban unos 50 años casados, según leo en una buena información sobre el suceso. Sucintamente, y parta ahorrarles el trabajo de husmear en la hemeroteca -aunque sea digital-, este matrimonio invernaba desde hace quince años en un apartamento que poseían en el Sur de Tenerife. Ella padecía depresión crónica y había intentado suicidarse dos veces en su país. Él, en tratamiento por un cáncer, solo aspiraba a no morir antes que su esposa y dejarla sola.

Cuenta el periodista -los detalles son importantes, aunque dudo que eso se haya enseñado alguna vez en las facultades de Parados de la Información- que Godelieve, la esposa en cuestión, era muy aficionada a las flores. Cada año dedicaba los meses que pasaba en Tenerife a plantar los parterres del edificio. Esta vez no pudo ser porque los habían cubierto con cemento. El belillo vernáculo adora el cemento, además del bloque visto, pero ese es otro asunto.

Sea como fuese, Godelieve volvió a su manía de pasar a mejor vida, ahora con más suerte -si a eso se le puede llamar suerte- que en las ocasiones anteriores. Su esposo la encontró muerta en la cama debido a una ingesta masiva de medicamentos. Poco después fue acusado de malos tratos y detenido, por lo que no pudo ni siquiera velar el cuerpo de la mujer a la que le había dedicado la mayor parte de su vida. Cuando al final lo pusieron en libertad decidió seguir el mismo camino que ella, apenado tanto por la pérdida de su compañera como por la circunstancia, ignominiosa y ruin, de ser involucrado en algo que no había hecho en virtud de una ley -su propia hija Sonia, junto con sus familiares y amigos en Bélgica todavía no se lo creen- que considera culpables a los hombres mientras no demuestren lo contrario.

Si el suicidado hubiese sido alguien a quien han desahuciado por el impago de una hipoteca, una miríada de sociatas y similares estarían alborotando en la calle contra los bancos, y hasta bien me parece que lo hagan. Sin embargo, como la tragedia se ha producido por culpa de una ley progre que, para más inri, no ha servido nunca para nada, silencio universal. En fin; si esto hubiera sido un cuento, me costaría creerlo. Pero no ha sido un cuento; o, acaso, un cuento triste de Navidad.

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