PERDÓN por empezar hablando de mí mismo, pero es inevitable, porque he de explicar, de entrada, que no me siento concernido personalmente por lo que viene a continuación. Acabo de cumplir los sesenta, me encuentro -creo- en plenitud de forma, me gusta mi trabajo -dicen que los periodistas morimos con las botas puestas, aunque estemos retirados- y me he quedado impasible al saber que mi jubilación se prorroga, posiblemente, dos años más. Nunca he creído en la plena capacidad gubernamental de llevar a la práctica estos propósitos, que pretenden conectarnos con la teoría de los famosos países de nuestro entorno. Ni en ellos, ni aquí, se podrá establecer un linde claro y tajante: hasta los sesenta y siete, usted trabaja; desde los sesenta y siete, disfruta de su jubilación, que viene de júbilo... mientras pueda disfrutarla, claro está.

Ya digo: nunca pensé en retirarme a los sesenta y cinco, por mucho que acabe de alcanzar los famosos cuarenta años cotizando, ni lo haré, si puedo evitarlo y Dios me da fuerzas, a los sesenta y siete, que será cuando comience a escribir mis "memorias contra alguien" o a hacer cualquier otra cosa permitida por esta maravillosa profesión nuestra en la que hay mucho trabajo; lo que no hay, ay, son puestos de trabajo (aunque esa es otra cuestión). Lo mismo que a mí, me parece, le ocurre a mucha gente: que se siente bien y cómoda, rindiendo al máximo, en su actividad.

Sin embargo, no estoy seguro de que todo el mundo sienta tanto júbilo por no poder jubilarse, valga el aparente contrasentido. ¿Cómo pensar que ciertas profesiones que exigen un alto grado de preparación física y de esfuerzo corporal puedan prolongar tanto su vida laboral? ¿Cómo imponer una pena suplementaria de dos años a tanta gente que se siente postergada en la oficina, fábrica o donde sea, o que odia su trabajo? Y, por otro lado ¿cómo garantizar que las empresas mantendrán los puestos de todos sus empleados hasta los 67, cuando ya está ocurriendo que una de cada dos personas que se jubilan lo hace desde el desempleo?

Flexibilidad es la palabra. La emplean todos, desde el presidente Zapatero hasta los portavoces de los grupos que este martes enmendaban en el Congreso la ponencia socialista, que es la que teóricamente servirá de base para el proyecto de ley que apruebe este viernes el Consejo de Ministros. Lo que ocurre es que una cosa es emplear un término verbal, "flexibilidad", y otra, muy distinta, poder ponerlo en práctica. Si hay algo que requiere un consenso nacional es el establecimiento de la edad para retirarse de la vida laboral, por mucho que una cosa sea la cifra oficial y otra, bastante diferente, la realidad: ya en la actualidad, bastante pocos llegaban en el tajo hasta los 65, y en la práctica la edad media de jubilación sobrepasa, en poco, los sesenta y dos años.

Así que tomémoslo con calma: se jubilará a los sesenta y siete quien pueda y quiera. Porque las leyes que son de imposible cumplimiento, simplemente o no se cumplen o se cumplen a medias, renqueantemente. Y eso ocurre aquí, y en los famosos países de nuestro entorno; pero aquí, donde incluso en empresas estatales te "licencian" a los cincuenta y ocho -si no antes-, todavía más. O menos, según se mire.