Nunca nos cansaremos de transcribir la paradigmática reflexión del periodista, poeta y escritor Henri Decoin: "Un derechazo en el primer asalto hace estragos, en el quinto hace daño; pero en el décimo asalto, no es nada…" Eso fue, ni más ni menos, lo que hizo que, en la actualidad, España posea un campeón mundial de boxeo en la dicharachera y singular figura de Pepe Legrá.

En comentario previo a la contienda nos mostrábamos pesimistas con respecto al resultado final porque considerábamos, en primer lugar, la contrastada calidad de Winstone; en segundo término, el escenario donde se desarrollaría la lid y , por último, la intervención de un árbitro que, a pesar de su acrisolada competencia, era británico. Pero todos estos temores se desvanecieron al escaso minuto del combate. El galés Howard Winstone no nos defraudó; nos maravilló Legrá, con su endiablada rapidez -principal artífice de su triunfo-; con su contumaz ansia de victoria, su ávida moral de triunfo. Winstone, repetimos, no nos defraudó y por ello la victoria de Legrá la revalorizamos en su justa medida. Quienes tuvieron la oportunidad de presenciar por la pequeña pantalla esta confrontación se pudieron dar perfecta cuenta que Howard, que era el campeón universal, salió, nada más oír el campanazo inicial, en plan de auténtico aspirante. Pero aquel elogiable ímpetu se vio traicionado por la escalofriante precisión de un derechazo en el mentón, que cortaría, de cuajo, las más ambiciosas metas, frenando el evidente empuje y la combatividad del campeón. A continuación, el aspirante oficial, con velocidad de parpadeo, repitió dicho impacto, ahora en la región ocular izquierda, que iba a cobrar apariencia de grotesca rendija . Sí, José Legrá ya era, práctica y teóricamente, el campeón del mundo.

El sepulcral silencio que caracterizó esta contienda nos puede dar una idea exacta de la tragedia deportiva que estaban sufriendo los galeses para los que Winstone siempre ha constituido algo así como un héroe nacional. Y Winstone, en medio de aquel valle de mudas gargantas y amargas lágrimas, en el que se encontraba dos de sus hijos, quiso luchar bravamente contra el poder ciego de la casualidad y, en el segundo asalto, alcanzó incluso con perfecto derechazo el rostro de Legrá, que lejos de amilanarse acentuó aún más, si cabe, su tren de lucha. El árbitro, el fornido y voluminoso Gibbs, ya empezaba a mirar con aire preocupado aquella amalgama de pómulo y ceja de su paisano, donde la visión ya era utopía.

El imperturbable preparador Evelio Mustelier, léase "Kid Tunero", en su rincón, ya no daba consejos a su pupilo en actitud de confesor porque sabía perfectamente que la acción estaba consumada. Y quizá por ello, por aquel precipitado optimismo, Legrá se mostró impreciso en el tercer asalto, ofuscado en proyectar impactos solo a las regiones lesionadas olvidando por completo la desatendida zona del tronco.

Legrá, en el quinto round, unió a su rapidez una gran precisión. Howard, definitivamente, estaba sentenciado: se columpió en las cuerdas y encajó con estoicismo un aluvión de golpes; sus directos de izquierda eran simples caricias en el rostro del cubano-español. Desde los compases iniciales, Gibss, el director del combate, quiso, y hay que agradecérselo, que la lid no se convirtiera en desagradable masacre…

Si nos emocionó el ¡Arriba España! que antes de la contienda lanzó Legrá por los micrófonos de Radio Nacional; si puso escalofríos en nuestra piel el himno español, emitido en toda su extensión, más nos sobrecogió, si cabe, aquella admirable orquestación del pueblo galés en la interpretación de su composición musical, haciéndonos creer que la veintena escasa de españoles allí ubicados tendría que luchar denodadamente con las once mil almas congregadas en el abarrotado Coney Beach Arena de Porthcawl.

Fue, en líneas generales, un espectáculo realmente inolvidable. De esos en los que uno tiene el remordimiento de no haber sido testigo presencial porque no todos los días un atleta español deja tan alto y mantiene con tanta gallardía y prestigio un pabellón nacional, ya que, amables lectores, no solo acaba de obtener un título mundial sino que lo acaba de alcanzar de la forma más diáfana que jamás imaginamos.

José Legrá -cubano de esa Perla del Caribe que fue española- en noche imborrable nos demostró, una vez más, que si le tildaban de fanfarrón, muchos fanfarrones de este calibre hacen falta hoy en España y no precisamente en el terrero puramente deportivo, ya que dijo a grito pelado "que lo haría" y lo hizo vertiendo empuje y espontaneidad, no exenta de gratitud para aquellos que le ayudaron a gozar la ilusionada meta.

Tenerife, por mediación de este muchacho que no nació, precisamente, con una cuchara de oro en su boca, ha actualizado en millones de hogares europeos su ínclito blasón de hospitalidad, ya que coronado como líder universal, haciéndole la competencia a la mismísima Massiel, y con el ánimo entrecortado, tuvo palabras de cariño para España e, insistimos, para Tenerife así como para La Gomera, binomio que tan importantísimo papel había jugado en su carrera deportiva, donde el mecenazgo de la familia Rodríguez López, en la idílica localidad colombina de Tecina, había de-sempeñado un papel vital y determinante.