Cuando se vio campeón se comportó como un latino: levantó los puños, apretó los dientes y gesticuló, una y otra vez, delante de aquellos 35.000 "fans" que le habían seguido durante una semana por las verdes llanuras de la localidad escocesa de St. Andrews.

Allá, en Gran Bretaña, Severiano Ballesteros ("Sevy Balesteros", como pronunciaban su nombre por los canales de la televisión), era, sin lugar a dudas, el español más popular. Los británicos, que también lo conocían por "Mr. Contento", le apreciaban mucho más que nosotros, sus propios paisanos.

La televisión, por supuesto, había formado del santanderino casi un mito, y los periódicos, el "Daily Express" por ejemplo, lo bautizaron como "el Matador", por otorgarle un símil taurino. En los albores de la década de los 80 del pasado siglo, los medios de comunicación del Reino Unido jamás habían escatimado columnas para mencionar las hazañas de aquel muchacho de cabello oscuro y aspecto atlético; un joven de veintisiete años que con su más reciente triunfo había engrosado su cuenta corriente con guarismos millonarios, los mismos que, por idénticas fechas, pagaba el sensacionalista "The Sun" por la cabeza o pista definitiva de "el Zorro", un maníaco que había atemorizado a la campiña que rodeaba Londres.

Siempre nos ha captado todo lo que conlleve una manifestación del músculo. Y allí, en Gran Bretaña, con tranquilidad y sosiego, nos entusiasmaban y alegraban las evoluciones del "cavalier Ballesteros", que así también lo bautizó la prensa especializada cuando en 1979 conquistó por primera vez el Open Británico, que fue donde todo el mundo comenzó a comprobar la auténtica valía internacional del de Pedreña.

El golf, obviamente, no era aquel caduco e irónico pensamiento donde se aseguraba que "es un deporte donde los viejos van detrás de una pelotita porque no pueden perseguir otra cosa…".

A raíz de los triunfos de Seve -permitidme su hipocorístico-, el crítico español más documentado de aquella época, Miguel Miró, decía en "As": "La historia del golf, ese deporte diabólico, inspiración de artistas, escritores y estadistas de todo el ancho y largo mundo, se escribe con estas victorias".

Con el apoyo de unos competentes "camera men" que, a su vez, se veían respaldados por una increíble nitidez en la imagen, habíamos seguido con legítimo orgullo aquella espectacular victoria del cántabro. Y convertía nuestros pelos en escarpias cuando lo presenciábamos "in situ", en piso foráneo. Aquel muchacho de rostro agraciado y risueño era un puro Guillermo Tell, pero no con manzanas, sino con hoyos, donde su mazo tenía la precisión de un reloj de cuarzo y su mano el don de los privilegiados. El golf, "amalgama de billar y senderismo", más que un deporte se nos antojaba como un difícil problema matemático donde ángulos, hipotenusas y catetos había que combinar con unas psicodélicas operaciones de cálculos, de distancias y otras ramificaciones que un día ya muy lejano nos habían explicado en la milicia para que defendiéramos a la Madre Patria con morteros, con cañones y con aquel peculiar máuser de la Primera Guerra Mundial…

Tras aquel triunfo de Severiano en tierras británicas, los numerosos alumnos tinerfeños, que se encontraban allí perfeccionando el idioma de Shakespeare, habían compartido el triunfo de un paisano con la misma satisfaccion y con el mismo orgullo que los peones de brega absorben, en el paseíllo triunfal, los aplausos que le prodigan desde los tendidos al torero de tronío. Y es que el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte -que es el nombre completo del país, que nunca se usa por ser demasiado extenso y pedante- había vibrado de entusiasmo allá arriba, en Escocia, con los largos desplazamientos de aquel "caballero", de aquel "matador" Ballesteros, al que los "cartoons" del "Daily Mail", rubricados por la genialidad de Mahodd, le habían otorgado como un halo de santidad, ya que al "St. Andrews", temporalmente, le habían bautizado como "St. Sevy". Y es que la calidez y espontaneidad del español habían erradicado el estereotipo del jugador de golf, de persona sobria y casi egocéntrica. Con Severiano el juego era entretenimiento y alegría. Y él contagiaba tal algarabía.

Aquel triunfo, insistimos, fue brindado con una extraordinaria nitidez televisiva. ¿Sería -como opinaban por allí- por el escaso "colmenalismo" de su edificación colindante y por tanta llanura? Otros aseguraban que en el invierno aún se veía mucho mejor, porque ahora, en el estío, la frondosidad de los árboles interfería la imagen. En la pequeña pantalla, cuando Severiano recogió el generoso cheque y la artística ánfora, alzó esta, la acunó en sus pómulos, la acarició y la besó, con fruición, cuantas veces se lo pidieron los fotógrafos. En perfecto inglés explicó su triunfo y agradeció los aplausos, y a continuación, como cualquier jefe de Estado, se alejó fuertemente escoltado.

Allá, en el condado de Hertfordshire, cuando apagamos el televisor y aún conservábamos el calor de la apoteosis, esta se enfrió con la clásica tormenta de verano británica: lluvia torrencial, truenos, rayos y relámpagos…

Seve le había dicho a un amigo: "Cuando hace mal tiempo, lo mejor es abrir el paraguas y esperar que escampe". El golfista europeo más apreciado por su calidad y estilo murió esperando que la lluvia cesara, y ahora es el deporte el que se ha quedado esperando, triste, mirando, por ejemplo, sus cenizas, que ya reposan en el magnolio de su casa que él eligió antes de su reciente óbito, tránsito que en todo el mundo ha generado un inusual sentimiento de profunda