Stamford Bridge (Londres). 6 de mayo de 2009. Minuto 93 de partido. El Barça, que juega con diez por la expulsión de Abidal, está a escasos segundos de quedarse fuera de la final de la Liga de Campeones.

El golazo de Essien a los nueve minutos de juego no ha encontrado respuesta en el equipo azulgrana, que maniatado por el músculo del Chelsea ni siquiera ha sido capaz de tirar ni una sola vez entre los tres palos.

Los de Guardiola lo intentan una última vez por banda izquierda. El balón cae a Messi, que cede a Iniesta desde la frontal. El centrocampista albaceteño acomoda el cuerpo para golpear el esférico con la bota derecha.

Un zapatazo brutal, un obús que impacta violentamente la pelota. Unas décimas de segundo después, está revienta la red de la portería defendida por Cech. Un golazo por toda la escuadra. Stamford Bridge enmudece, menos un pequeño reducto de 3.000 seguidores azulgranas que estallan en un delirio colectivo difícil de explicar.

Andrés Iniesta (Fuentealbilla, Albacete, 11 de mayo de 1984) acaba de entrar en la historia del fútbol mundial. Él, tan humilde, tan tímido, tan introvertido e inexpresivo, enloquece y desata la locura de todos sus compañeros.

Iniesta se quita la camiseta, corre hacia el córner, se tira al suelo y los jugadores del Barça forman una piña interminable con el héroe del partido. Todos se alegran por esa final, pero sobre todo por Andrés. "Le pegué con toda el alma", reconoce el albaceteño al finalizar el encuentro.

Iniesta, ese jugador paliducho que no se tiñe el pelo, que no lleva pendientes, que no luce tatuajes, que no rueda anuncios, que juega donde le ponen y siempre lo hace bien, el que no da titulares ni abre portadas, el que nunca la mete, esta vez la reventó.

Diecisiete años después, el Barcelona ya tiene otro héroe, como lo fue Bakero con su testarazo en Kaiserslautern, el año en que el ''Dream Team'' conquistó su primera Copa de Europa en el mítico estadio de Wembley ante el Sampdoria genovés.

Iniesta, el que encadena tópicos en las ruedas de prensa, el de las declaraciones insustanciales, el jugador al que es difícil arrancarle cuatro frases seguidas, se destapa por fin. "Ha sido un momento de la hostia", resume eufórico.

Antes de que él obrara el milagro, Valdés había mantenido al Barça en el partido y el colegiado noruego Tom Henning perdonado la vida a los azulgranas, al obviar un claro penalti favorable a los ''blues'' por unas claras manos de Piqué dentro del área.

Nada de eso importa ya. Iniesta, el futbolista total, el centrocampista con más clase del concierto internacional, el hombre que si no fuera de Albacete y se llamara Andresinho probablemente habría sido ya varias veces candidato al Balón de Oro, por fin obtuvo su recompensa.

Fue un derechazo que vale un billete a Roma, un derechazo que le convierte por fin en un futbolista mediático, un derechazo para grabar su nombre a fuego en el corazón del imaginario culé y su apellido con letras de oro en la historia del barcelonismo.

Se acabó. El pequeño Andrés, ese chico de pueblo que el Barça descubrió con doce años en el torneo de alevines de Brunete, es ahora ''mister'' Iniesta.

Dicen que todos los caminos conducen a Roma, pero ''mister'' Iniesta decidió elegir anoche el mejor de todos: un zapatazo por la escuadra, cuando el Chelsea pedía la hora, un golazo milagroso, un torpedo de esperanza después de una noche de sangre sudor y lágrimas.

Como dijo el presidente barcelonista, Joan Laporta, al final del partido, "fue la suerte de la justicia", porque "el fútbol ama al fútbol". Exacto, el fútbol ama a Andrés Iniesta.