POSIBLEMENTE tengan razón quienes opinan que España -y, arrastrada, Canarias- no puede prosperar mientras no cambien los españoles. Hemos leído las mayores barbaridades a propósito de la condena a Baltasar Garzón, el juez que se creyó una estrella del firmamento mediático. Una condena unánime de siete sabios juristas del Tribunal Supremo; un tribunal prestigioso y prestigiado.

Pero lo más sorprendente de todo ello es que algunas opiniones en contra de estos magistrados que firmaron, sin una sola discrepancia, la sentencia contra Garzón las han emitido quienes más respeto tenían que demostrar hacia las togas actuantes. Vean, por ejemplo, lo que dijo el exfiscal Anticorrupción Carlos Jiménez Villarejo, famoso por sus ideas de izquierda radical: "El Supremo es una casta de burócratas al servicio de la venganza". Y se ha quedado tan fresco, para añadir: "Un tribunal arrodillado ante la corrupción".

No queda la cosa ahí, porque el exmagistrado del alto tribunal José Antonio Martín Pallín, cercanísimo al PSOE, arremetió contra los que serían ahora sus compañeros indicando que "puede que ahora esto termine en la absolución de los implicados en el caso Gürtel; el Supremo ha hecho un brindis a la caverna".

Desde luego, estos dos personajes se han cubierto no precisamente de gloria. En España la justicia empezó a ir mal cuando los jueces se dividieron en progresistas y conservadores. Los progresistas son los de izquierdas (hay quien cree que la derecha no puede ser progresista); y los conservadores son los otros. Jueces que parecen atender más a su ideología que a lograr una justicia igual para todos y que sea eso, justa, que es lo primero que se les puede pedir.

El PP y su ministro Gallardón tienen una tarea ingente: transformar la justicia que se hace en España, desde sus cimientos. Hasta el exministro del ramo, López Aguilar, que a veces parece padecer crisis de identidad, ha declarado el disparate de que no le hace falta leer la sentencia del Supremo contra Garzón para criticarla desfavorablemente. ¿Qué es lo que tiene en la cabeza este personaje de opereta, que nos puso a los canarios contra las cuerdas con sus manías persecutorias y sus locuretas? Garzón no era la justicia. Era solo un juez que se creyó omnipotente; que atacó a los políticos cuando dejó de serlo; que acaparó los procedimientos mediáticos para lucirse; que no tuvo pudor en desenterrar a unos muertos y dejar enterrados a los otros, dependiendo de quién los había matado; que mandó a escuchar las conversaciones entre abogados y clientes en una prisión; que presuntamente extorsionó a banqueros ¿Qué querían, que lo absolvieran? ¿O que lo condenen de nuevo?