Nada menos que en le Edad Media se descubre una práctica que no deja de sorprender al cocinero contemporáneo, que consiste en hacer hervir las carnes antes de asarlas.

Esta práctica se mantendría en auge hasta finales del siglo XVIII, pues presentaba ventajas a la vez técnicas e higiénicas. En aquella época, aún no se sabía producir frío industrialmente y las carnes se conservaban suspendiéndolas en los sótanos o en fosas practicadas para este uso.

Sin embargo, con frecuencia se guardaban en el interior de la cocina, es decir a temperatura ambiente -de 15 a más de 30º- según la estación; en este sentido, había que tener en cuenta, además, el calor que se desprendían de los hornillos. Numerosas son las ilustraciones de interiores de cocina donde se ven colgadores cargados de aves, caza y cuartos de carne.

En las épocas referidas, las carnes (sobre todo rojas) no se comían frescas; hacía falta que se asentaran y llegaran a maduración, de ocho a diez días después de la matanza. La maduración sería el resultado de un conjunto de fenómenos complejos que se producirían simultáneamente en una zona de temperatura óptima comprendida entre 3 y 6o.

Las prácticas de blanquear la carne antes de asarla supone beneficios reales: evita un largo desecamiento cuando se le asa y deja una carne más melosa, compensado así la poca maduración. Además, sobre todo, evita la desnaturalización aromática provocada por la proliferación microbiana de superficie. Cuando se blanquea el producto cárnico, el agua caliente coagula también las proteínas de superficie encerrando los jugos en el interior de la pieza, pero al mismo tiempo, lava la parte superficial de la carne y elimina así el mal gusto (el agua, por otra parte, no será utilizada).

La verdadera función del blanqueo de la carne es, por tanto, limitar los perjuicios del reposo.