No es casualidad que Juan Carlos Padrón, junto a su hermano Jonathan, obtuviera la segunda posición -y a escaso margen del primer puesto- en la última edición del concurso Cocinero del Año.

Tampoco producto de una varita mágica que la papada de cochino negro con trufa, una de las recientes especialidades -excepcional- del restaurante gastronómico enclavado en los Acantilados de los Gigantes, destelle en el paladar con tan armónica combinación de sutileza y vigor de ambos ingredientes.

Hace años ya que ambos hermanos dedicieron seguir una línea sólida de trabajo, ampliamente reconocida por críticos y gourmets propios y foráneos, y una inquietud inquebrantable por la investigación para hacer "congeniar" productos canarios y universales en trazos impregnados de genialidad, que se plasman intensos en el renovado menú degustación.

La expectativa del comensal se acrecienta a medida que avanza la secuencia, por cierto, con ubicación certera de cada propuesta, y afinada en los matices de cada emplatado respecto al anterior, así como en global del conjunto.

La referida papada y trufa es un espectáculo, créanme; una joya de la corona que invita a tomar cada bocado con la concentración que merece una creación tan delicada como admirable. Desde luego, el maridaje con un blanco de la variedad riesling, Waltraud 2011 de Torres, redondea la estructura y persistencia del bocado.

El restaurante ha ganado en prestancia con el reciente remozado en la sala y retoques en la decoración, con detalles aún por completar. pero inminentes, aparte de la ampliación de la cocina.

Digno de mención puntual, al margen del empaque coquinario asociado al conjunto, es el dumpling de cabra con pepinillo. Es una interpretación tan singular de esta carne siempre difícil -para el cocinero y para algunos comensales-, que por sí sola merecería, de veras, una visita a El Rincón de Juan Carlos.

Quizá más apagado y pendiente de revisión es el aguacate con caviar de Beluga, jugo de nueces y pipas del propio aguacate. La textura untuosa en contraposición con las huevas de esturión -quizá podrían encajar unas de tobiko (pez volador)- no rompen la insipidez de un dueto, por otro lado, de gran calidad del género.

Cierto guiño oriental seduce con mesura. Esta vez con los mejillones con "nuestra marinera" (de coco y cilantro). Perfecta acidez, la de la salsa, y difícil será hallar estos moluscos con cocción y tersura tan certeras. Desde luego, otra puesta en escena -y en boca- que no debe pasar desapercibida es el dúo de ostras, una de ellas rebozada con wasabi y la otra con vinagre de lichi. Bien.

Quizá el caldo de rabo de tenera blanca, con manitas del mismo animal y anguila ahumada no termine de definirse en la temperatura -Juan Carlos lo ideó frío en un principio para optar por un tenue templado-. Si bien es interesante y se advina la intención del chef, y se advierte finura, no termina de "ebullir", al contrario que el pichón con sus hígados y apio, un "entreverado" de materias primas que constituyen palabras mayores, que rompe en aromas al llegar a la mesa.

Se constata la plena madurez de Jonathan en la faceta dulce, que sostiene un capítulo tan importante y donde suelen decaer muchos menús degustación. Considero que el mejor comentario que pueda darse acerca del tatín de manzana con hojaldre o el coco, chocolate blanco y lima es el del propio lector que pruebe "in situ".