Si aceptamos como punto de partida la premisa de que la gastronomía y la cocina, de forma más concreta, forman parte de nuestro patrimonio cultural, lo natural sería preservarla, con el fin de estudiarla para así divulgarla en toda su esencia.

En este sentido, el hecho de escoger unos determinados productos, cercanos y reconocibles, y apostar por una forma particular de tratarlos ya representa, en sí mismo, un posicionamiento y, más aún, en unos tiempos donde los procesos culinarios pretenden explicarse, casi exclusivamente, desde la perspectiva de lo puramente científico.

Por el contrario, se hace preciso reivindicar, también desde la vanguardia, que el acto de comer algo que entendemos nos humaniza y nos emociona, y es precisamente gracias al talento y el duende que atesora Jesús González, aderezado por un firme compromiso, que los elementos son capaces de destilar esa relación sincera desde la que es posible fundir el producto con la subjetividad del gusto.

En el hotel Vincci de Buenavista, acompañando al chef titular, Heriberto Rodríguez Parra, ambos cocineros, brindaron la pasada semana unas jornadas gastronómicas, maridadas con vinos de Bodegas Domínguez, que sintetizaron este propósito.

De entrada. el mosaico de tomate con láminas de cherne jareado, tafeña, aceite al carbón y brotes de ensalada representó un homenaje a los tiempos de escasez, cuando estos productos representaban el único sustento al alcance de los isleños. Un blanco de uva tinta (negramoll y malvasía) destacó por su personalidad.

A continuación, unas papas con costillas, millo y mojo de cilantro con duende, servidas en copa, destacaron los sabores de la cocina tradicional, pero dignificados en una composición perfecta por su misma sencillez.

Un centro de bacalao, en caldo de calabaza, perlas de gofio con papitas de color y mojos canarios supuso un ejercicio creativo, hasta atrevido si se quiere, que mantuvo latente el equilibrio del menú.

La infusión de dátiles con leche de almendra nos acercó la imagen de la palmera canaria y rememoró la estampa de la espuma rompiendo en la orilla de una playa de arena negra.

Por su parte, la tocineta de cochino negro sobre puré de garbanza y adobo tradicional se saboreó con un paladar más sobrio y contundente, casi como una vuelta a la tierra. Un Tinto Domínguez Clásico puso la nota.

El sorbete de piña con leche de coco representó casi un tránsito obligado, pero cargado de jugosa frescura, hacia la manzana horneada dulce, con dulce de leche asada, limón y helado de vainilla, que encerraba la conjunción de unos aromas de infancia. La compañía de un Malvasía Clásico puso el punto final a una velada irrepetible, con mucho duende.