Aunque el gran escritor ampurdanés Josep Pla pensaba que el grado de aceptación o entusiasmo que suscita un determinado manjar es inversamente proporcional a la dificultad de su manejo, lo cierto es que la centolla, que requiere un cierto trabajo para disfrutar de ella, es uno de los mariscos preferidos por los consumidores.

Entendámonos: despiezar y extraer las carnes de una centolla no requiere pelearse con ella, como poco menos que exige el santiaguiño; ni siquiera precisa de las tres "pes" -paciencia, práctica y perseverancia- que hacen falta para saborear una nécora; pero un poco de trabajo sí que da, sobre todo a los menos habituados.

Uno, en su cada vez más larga carrera de contador de cosas de éstas, ha comido muchas centollas, y ha visto comer bastantes más. Para mí, como buen gallego, la forma perfecta es hacerlo un rato después de haberla cocido, partiendo del ejemplar vivo, en abundante agua con sal, sin laureles ni otro tipo de añadidos que juzgo innecesarios.

Hay que dejar que se entibie, porque a los gallegos el marisco nos gusta aún tibio -la palabra gallega es "morno"- y sin que jamás haya pasado por el frigorífico. Hay gente, especialmente en Madrid -en Madrid tienen algunas manías marisqueras completamente incomprensibles para un gallego, pero allá los madrileños-, que gusta de desmenuzar partes de la centolla y echarlas en su caparazón para mezclarlas con las materias semilíquidas o claramente líquidas que contiene aquél. Muchos de éstos ponen, además, en el caparazón un chorrito de vino blanco. No lo apruebo, ni aunque se tratase del vino que parece nacido para la centolla, que es el albariño de las Rías Baixas.

Esto viene siendo una copia en crudo de lo que tanta gente llama "changurro", tal vez por desconocer que la voz vascuence "txangurro" es la que sirve para nombrar tanto a la centolla como al buey de mar.

Hasta ahora, yo, ante un buen ejemplar de centolla, procedía así: lo primero, tirarle un viaje al contenido del caparazón, que es donde está la clave de la centolla; luego, empezaba con las patas, que iba alternando con la carne dificultosamente extraída de sus celdillas interiores. Muy rico, pero trabajoso.

Hasta que, el otro día... Había recibido en casa dos hermosos ejemplares de centolla, dos hembras procedentes de Cambados que llegaron vivitas. Esa tarde fuimos a casa de nuestros amigos Pepe Domingo Castaño y Tere, y hablando de mariscos salieron a colación las centollas recibidas.

Se decidió por unanimidad enviar un destacamento a mi casa en busca de ambos ejemplares. Tere los coció sabiamente, esperamos a que se atemperaran y la propia Tere abrió las centollas con una práctica envidiable. Pepe Domingo, con la misma facilidad con que versifica en "Carrusel Deportivo", abrió un Viña Mein, que es un Ribeiro espléndido, y empezamos la fiesta.

Yo me fijé en seguida en que Pepe no procedía como los demás. Bien, pues Pepe Domingo iba extrayendo con mucha paciencia las blanquísimas carnes ocultas entre las celdillas, las colocaba a un lado de su plato y, cuando juzgaba que el tamaño del bocado merecía la pena, con una cucharilla les añadía parte del delicioso contenido del caparazón; luego, se comía la mezcla resultante con toda tranquilidad y evidente placer. Un sabio, Pepe Domingo, que para eso es de Padrón.

Me pareció una forma excelente de comerse una centolla, porque no sólo reúne en un bocado los mejores sabores del crustáceo, sino que, además, durante su preparación fomenta la secreción de saliva y otros jugos digestivos; vamos, que se le hace a uno la boca agua y va adelantando las sensaciones que está a punto de disfrutar. Pepe Domingo hizo, con su parte, una perfecta "mise en place", un necesario trabajo previo... para un ininterrumpido disfrute inmediato. Me apunto, en lo sucesivo. Y es que, del que sabe, lo mejor que se puede hacer es... tomar ejemplo.