Del fugaz matrimonio entre el surrealismo y el cuento de hadas nació en 1946 "La belle et la bête", obra cumbre del escritor y director francés Jean Cocteau. Todavía hoy muchos atribuyen su argumento al propio Cocteau. En realidad, la leyenda se remonta a mediados del siglo XVI, cuando en Centroeuropa corrían todo tipo de leyendas sobre homúnculos y criaturas anómalas. Dos siglos después, Madame Leprince de Beaumont dio forma literaria al asunto y no fue hasta la llegada del cine cuando los directores se acercaron al mito, recreado por Cocteau tras la Segunda Guerra Mundial.

En un momento en el que el cine francés se zambullía en la glosa de la Resistencia y en la exaltación de las clases populares a través del realismo, el director huyó hacia los dominios de la fantasía (entendida esta como bálsamo frente al dolor y la guerra; en los créditos, Cocteau, consumado dibujante, traza bajo su firma la estrella de David, dirigiendo un implícito mensaje de apoyo a los perseguidos y masacrados de este mundo).

La película cuenta una historia de una redención por amor, la que permite a la Bestia (Jean Marais) abandonar su fea envoltura animal y mudar en un apuesto joven gracias a la compasión y el afecto que le profesa Bella (Josette Day).

Cocteau tendía a lo apolíneo; y aquí lo apolíneo exige la salvación maravillosa del monstruo, algo que no sucede en variantes como "Nuestra Señora de París", "El fantasma de la ópera" o "King Kong".

El autor de "Opio" respeta la elemental división espacial del cuento feérico. De un lado, tenemos la casa del mercader arruinado, donde dos de sus hijas, las egoístas Felicia y Adelaida, se entregan al lujo, ajenas a la quiebra de las finanzas domésticas. Frente a ese "mundo real" se alza la mansión de la Bestia, a la que se llega después de traspasar la frontera del bosque, idea retomada por M. Night Shyamalan en "The village".

Si la descripción de la casa del mercader evoca las telas de la escuela flamenca, cuyos pintores armonizaban lo intangible y lo visible, el surrealismo más naïf atraviesa el mobiliario neoclásico de la casa de la Bestia, poblada por objetos animados, espejos invocadores, manos que escanden vino y brazos que emergen de la pared sosteniendo candelabros, un repertorio heredado de "La sangre de un poeta" (1929).

Cocteau, artista de lo aéreo, pasa de una cosa a otra dejando un rastro leve. Un ejemplo: Felicia y Adelaida, incapaces de llorar pero que desean conmover a su hermana para sonsacarle el secreto de la Bestia, frotan sus ojos con cebollas; en el plano siguiente, ambas aparecen como por ensalmo en el dormitorio de Bella, a la que roban la llave que da acceso al pabellón de Diana y sus rutilantes tesoros.

"La bella y la bestia" es un sensual relato fantástico con aromas de danza. En la época de entreguerras, Cocteau había colaborado con los ballets rusos de Diaghilev y esa experiencia de los cuerpos ingrávidos se trasladaría a varios de sus films, en especial éste, en el que la pareja gana el cielo con un salto de gracia.

Siempre hay un punto de cursilería en las soluciones cinematográficas de Cocteau. Pero esta, en concreto, invita a dejar atrás el mundo y sus deformidades. Liberados de su carga terrenal, los amantes se elevan hacia las alturas sin otro lastre que sus galas, mientras la cámara, anclada en el mundo, los ve subir hacia el paraíso de los cuentos, el único posible.