En el ciclo pascual que cerramos ayer el ocio de los ciudadanos contó con la oferta puntual de los belenes -en Canarias también los llamamos nacimientos- instalados en iglesias, instituciones públicas y financieras y, naturalmente, en las grandes superficies, donde gastamos regularmente tiempo y dinero. Es una tradición de ocho siglos que, por sus valores simbólicos y estéticos, goza de plena vigencia.

Arrancó el 24 de diciembre de 1223 en las ruinas de una pequeña abadía benedictina en la que se asentaron los primeros religiosos mendicantes. Allí el excéntrico Francisco Bernadone recreó por primera vez la Noche de Belén; contó con los vecinos de Greccio, aldea a una legua de Asís, que interpretaron a la Sagrada Familia, a los ángeles de anuncio y gloria y los sencillos pastores que conocieron el Nacimiento de Jesús. El fundador de los franciscanos interpretó cabalmente el mensaje evangélico de la igualdad y, en un propósito catequético que perdura, unió los atuendos hebreos del siglo I con las humildes vestimentas de los modestos habitantes de la Umbria doce centurias después.

Por tamaño y humildad llamado la Porciuncula, el lugar donde se celebró la entrañable ceremonia se conserva intacto en el interior de la Basílica de Santa María de los Ángeles, sólo que mejorado y enriquecido con las aportaciones de notables pintores desde el Renacimiento. Declarado Patrimonio de la Humanidad en el año 2000, el conjunto es una etapa obligada en jubileos y peregrinaciones vaticanas y una cita entrañable para millones de fieles de todo el mundo que recorren la geografía franciscana y encuentran allí el rincón de las meditaciones y sacrificios del joven rico que hizo los votos de pobreza suma y entrega al prójimo, fijó los severos límites de una regla que revolucionó el catolicismo y acercó, con la pureza y sencillez del pueblo llano, el misterio de la venida de Jesús. Entre mis recuerdos viajeros no sé distinguir qué emoción fue más intensa si el encuentro en la Basílica de la Natividad de Tierra Santa, levantada sobre la gruta donde se alumbró una nueva era, o en la capilla donde, doce siglos después, el Pobrecito de Asís comunicó a las gentes de una aldea paupérrima la noticia de la esperanza y la gracia para todos los hombres de buena voluntad.