La del viernes fue una velada tan especial como esperada, en un espacio, el Guimerá, siempre familiar y cómplice con sus ilustres y sencillos visitantes. Una -la que firma- está muy lejos de sentirse capaz de adjetivar las emociones, y mucho menos aquellas cuya correa transmisora es la voz, la melodía, la armonía sonora, pero sabe, distingue, reconoce, admira y agradece que haya seres capaces de subirse a un escenario y regalar lo que son y lo que tienen. Así de sencillo. Así de complicado. Carmen París abrió su cofre, se sentó al piano e invitó a los presentes a un viaje "insolito" donde su amada jota sirvió de hilo sobre el que ir tejiendo sonoridades e inauditos puentes, entre estilos, entre continentes, entre ritmos, entre géneros. Pero además, con inteligencia, con humor, con coherencia, con generosidad, y sobre todo, en comunión con los que estábamos. Y fue una sorpresa, como digo, escuchar sus hermosos y locos cuentos, sus particulares construcciones musicales, su sorprendente sentido de la armonía, su portentosa voz (hablada, recitada, cantada) y además evocar continuamente la risa, algo que yo, particularmente, no suelo asociar a un concierto. La del viernes, como digo, fue una de esas veladas para las que el olvido no es ninguna amenaza...