DE TIERRAS del escritor Xesús Alonso Montero o del Monte del Castro o de la Vicus Spacorum romana, de la ciudad de Vigo, es nuestro protagonista que asoma hoy: Miguel Gamallo Agulló.

Este escritor pontevedrés es un genuino narrador, y de lo que le cuentan hace genuinos relatos, poniendo como botón de muestra el que a continuación transcribo:

"De pesca con Franco es la narración que me hizo un día mi difunto amigo Manolo Amorín, pescador nato, quien solía desplazarse los veranos a Galicia para dedicarse a dos aficiones primordiales: jugar al golf en La Zapateira y pescar truchas en los ríos de la región. Así comienza:

"Un día de mediados de junio de 1962, me fui a pescar al Lérez, a un coto próximo a la Caballeira de San Xusto, cerca de Santa María de Sacos. El día estaba nublado y corría un vientecillo fresco cuando aparqué el dos caballos cerca de la orilla, en un lugar poblado de ameneiros que contribuían, a hora tan temprana de la mañana -serían alrededor de las ocho y media- a oscurecer la superficie del agua próxima a la orilla. Decidí probar con cucharilla, dada la estrechez del cauce en la zona, y me puse manos a la obra haciendo lanzamientos mientras recorría la orilla en sentido contrario a la corriente. La verdad es que, contra mis esperanzas, a pesar de la grisura del día, las truchas parecían encontrarse lejos de la superficie, dándome cuenta que con cucharilla poco iba a adelantar. Me detuve a fumar un pitillo, con el propósito de cambiar de aparejo y usar pluma, más adecuada por ser de recogida lenta -al revés que la cucharilla- y mejor para peinar una zona más amplia. En esas estaba cuando a mis espaldas, como surgidos de la nada, aparecieron un guardia civil y un guardarríos.

-Buenos días -saludaron-. ¿Me podría enseñar la licencia y el permiso de coto? -solicitó el guardarríos.

Se las enseñé. Al devolvérmelas, el funcionario me rogó: Haga el favor de no pescar por encima de aquel recodo, al tiempo que me señalaba uno distante a una cincuentena de metros. Que haya suerte -remató.

-¿Pasa algo? -inquirí-. ¿Quizás han reservado el coto para alguien importante?

-Más arriba está pescando Franco (aclaró el guardia civil).

-Es por cuestión de seguridad -añadió.

-¿Seguridad de quién -me pregunté para sí-. ¿Tal vez de las truchas?

La verdad es que a aquella hora, en el tramo de río que alcanzaba mi vista, no había absolutamente nadie.

-Oiga -pregunté al agente-, ¿y eso se puede ver?

-Con tal de que no pesque usted en la zona -me dijo- puede mirar lo que quiera. Me fui tras ellos río arriba. Al pasar el recodo indicado como límite, apareció una zona de río despejada, en donde el cauce se ensanchaba sensiblemente. A unos cien metros por encima, divisé un grupo de gente en la orilla. En el lugar en sí, casi un centenar de personas distribuidas entre ambas márgenes. Más numeroso el grupo que se hallaba en el margen contrario. Había tres guardias en la orilla propia, distantes uno de otro unos veinte metros. A la opuesta, otros tres agentes con parecida formación. Dos guardarríos estaban metidos en el cauce, en posiciones opuestas, y separados unos sesenta metros. Un silencio sepulcral se oteaba y justo enfrente de mí, metido en plena corriente, un hombre bajo y regordete, con botas de agua hasta la cintura, anorak verde-gris y sombrero de aguas del mismo color. A pesar de su barriga prominente, se movía con soltura en el líquido cristalino, lanzando con destreza el sedal corriente arriba. Usaba la pluma y dejaba que la corriente empujase lentamente el ligero aparejo, hasta que llegaba a su horizontal, momento en que comenzaba a recoger despacio, aprovechando los últimos metros de recorrido por si había suerte. Transcurrido un tiempo impreciso, alguien desde la orilla próxima a su Ilustrísima le gritó: Lance más arriba, a la izquierda.

Pero el Caudillo pareció no haber oído nada. Dejó que el sedal hiciese el recorrido acostumbrado y lo recogió poco a poco. El siguiente lanzamiento fue directamente a la parte que le habían indicado, pero no hubo suerte. Volvió a recoger y lanzó, otra vez, al mismo entorno. Tampoco obtuvo suerte, haciendo a la vez un ligero movimiento de cabeza negativo. Se dirigió al flanco, cambió de posición, desplazándose un poco más abajo del lugar en que me encontraba. En ese momento decidí que no había más que otear. Y reanudé mi marcha remontando el río. Divisaba unos ciento cincuenta metros por encima de la corriente fluvial el soto de la ermita de San Xusto, en cuya explanada había estacionadas tres limusinas negras, modelo Dodge Dart, y cuatro motocicletas de la Guardia Civil de Tráfico. Además, vi, por la empinada y abrupta cuesta que discurría entre la ermita y la orilla del Lérez, dos Land Rover del mismo cuerpo y otro del Servicio de Pesca Fluvial pertenecientes, sin duda, al personal que custodiaba el río...

...Cuando llegué a la altura del guardarríos que se hallaba corriente arriba, le pregunté a partir de dónde podría pescar, reseñándome desde su misma posición. Caminé hasta llegar a un paraje sombreado de vidueiras. El día había abierto y el sol se reflejaba en la superficie del agua. Decidí, pues, probar otra vez con cucharilla. Al tercer lanzamiento pesqué trucha. Intenté un poco más a la izquierda del primer lance y capturé otro bicho. Remonté una decena de metros y me situé casi enfrente de un pequeño cachón que formaba el estrechamiento del cauce propiciado por un recodo próximo, volviendo a probar... y otra trucha al cesto. No pude evitar regocijarme al imaginar al Generalísimo, río abajo, lanzando y lanzando sin catar ninguna. En tres cuartos de hora trinqué dieciséis peces sin abandonar el mismo paraje. Devolví al regato seis por carecer de las medidas reglamentarias. Aún así, la mañana se había dado bien. Comí el bocadillo y fumé un par de cigarros. De retorno, río abajo, desandando la ruta anterior, paré para lanzar de nuevo pero sin suerte esta vez. Amediodía, sobre la una, estaba de vuelta en el paraje piscatorio de D. Franco Bahamonde. Se hallaba desierto. Un solo pescantín lanzaba la pluma a la despejada corriente, corriendo igual suerte que el anterior visitante.

-¿Cómo va el día? -pregunté.

-¡Pse...! Nada de nada. Llevo aquí un cuarto de hora perdido -respondió.

-Prueba más arriba, que pican -le argumenté, al tiempo que mostraba mi botín.

-Habrá que probar -dijo-, pero aún hay tiempo.

-¿Viste a Franco? -le mencioné.

- ¿A quién? -contestó incrédulo.

-A las nueve de la mañana estuvo aquí mismo y no tuvo suerte- le informé.

-¡Coño! Por eso a la altura de Xeve vi dos coches del Servicio de Pesca -me enunció.

-Prueba más arriba. Que haya suerte -repetí.

...Llegué hasta mi coche y metí la caña y el cesto en el maletero. Caminé, a posteriori, hasta una cantina próxima en San Xurxo de Sacos. Mientras comía, recordaba a Francisco Franco metido en la corriente, largando sedal en todas las posturas sin ningún resultado. Al empezar a degustar el plátano de postre, llegué a la conclusión de que las truchas habían optado, democráticamente, por un pescantín del común. Aduje además, claro está, que los mismos guardarríos, al moverse dentro del cauce, le espantaron la pesca, ya que la trucha es muy huidiza y desconfiada. Por ello, lo mejor, es pescar solo".

* Escritor