LLEGADO a sus dominios y tras despedir a Romén, que prosiguió hacia la comarca de Daute, Pelicar pidió soledad a los cichiciquios y achimenceyes que componían la comitiva que lo acompañó hasta Taoro. Trepó hacia la cumbre preso de gran nerviosismo. Anduvo varias horas solo, sin rumbo, atrapando en sus manos brezos y fayales, deshaciendo ramajes con la fuerza de sus brazos para aliviar la tensión antes de regresar con los suyos y dar las órdenes debidas. Todo Icode esperaba a su mencey mientras éste alcanzaba el pinar de los montes próximos y echaba a correr entre rocas y árboles gritando desesperado "Guayota", pidiendo un inmenso vómito de lava que ahuyentara para siempre al invasor pues, aunque no quiso tomar parte en la discusión que habían mantenido sus iguales esa misma mañana y a pesar de haber abandonado el tagoror de Taoro junto a los menceyes del sur, sabía que Bencomo ni mentía ni exageraba. Sí, aquellos seres venidos del mar, fantasmas de un mundo cruel regido por el metal afilado, la codicia y el odio, debían ser temidos aún más de lo que en aquella reunión se había sugerido. Pero no quiso presenciar un enfrentamiento inútil entre nobles y, por no ganarse el reproche de Romén, cuya compañía debía soportar de regreso, decidió secundar la imprudencia. No era verdad que cada comarca sabría y podría defenderse de un inminente ataque. Era necesaria la unidad ante el enemigo, pero quienes recelaban de Bencomo le habían exigido un posicionamiento que él, en su fuero interno, no estaba dispuesto a adoptar. "Guayota", gritaba, para que el gran volcán hiciera temblar la isla y escupiera lejos a los intrusos que habían sembrado la discordia entre sus hermanos; "Guayota", para que el fuego borrara de la historia ese momento de impotencia y desazón. Exhausto, Pelicar cayó al suelo. El cielo se cerró de pronto y comenzó a llover con fuerza. Se dejó empapar de lluvia con el cuerpo extendido sobre la pinocha y sintió limpiársele el sentido hasta alcanzar una serenidad perdida semanas atrás, cuando supo de la llegada a Añaza de los castellanos. Le pareció que el mismísimo Achamán le devolvía la fuerza y le otorgaba la dureza de espíritu que iba a necesitar en los días venideros. Ya de regreso, convocó a sus consejeros, que le observaban una severidad inusual. Él daba vueltas en pie a un lado y a otro. -Esperamos tus palabras, señor-, dijo uno. -¿Qué te preocupa? ¿Para qué nos has hecho llamar? ¿Acaso ha sucedido algo en Taoro que debamos saber?-. Pelicar se dirigió al centro de la asamblea, alzó su añepa con energía para luego, con un golpe seco, clavarla con fuerza en el suelo. -Vienen tiempos terribles-, dijo. -Llegó la hora-.

Juan Bosco