Cuando hay que referirse a un pensador de la talla de Claudio Magris, el lugar común dicta que se hable de una de las mentes mas lúcidas de la literatura contemporánea. Una de esas solemnes verdades que aparecen en las solapas de los libros y en las reseñas apresuradas, pero que con frecuencia ocultan al verdadero artista o lo hacen intercambiable con otros creadores, incluidos o no en el canon cultural de Occidente.

El gran escritor italiano, galardonado en 2004 con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y eterno candidato al Nobel de Literatura, ha hecho del viaje una filosofía apasionada; de la frontera, un espacio abierto; y de la Mitteleuropa florecida a la sombra del viejo imperio austrohúngaro, un recuerdo vivo.

Su magna carta de navegación, "El Danubio", publicada en 1986, es sin duda uno de los contados libros modernos destinados a perdurar, cumbre de una producción en la que también destacan títulos como "La historia no ha terminado", "Microcosmos" y "Conjeturas sobre un sable", pero también "Otro mar" o "El infinitivo viajar", en cuyas páginas pueden encontrarse referencias a Canarias. Párrafos que ayudan a entender las Islas desde la perspectiva desprejuiciada del viajero, del otro ávido de descubrimientos.

"La conciencia de las cosas tal como son no puede hacer olvidar la exigencia de las cosas tal como deberían ser", escribe con lucidez Magris, quien recientemente pasó por la Fundación César Manrique y que, de regreso a su país, accedió a responder a la siguiente entrevista, la cual no hubiera sido posible sin la mediación decisiva del poeta tinerfeño Rafael-José Díaz, su compañero de tribuna en la cita lanzaroteña.

Viajando por las páginas de "El Danubio" el lector intuye que, sin guerras, Europa hubiera podido desarrollarse orgánicamente hasta alcanzar la deseada unión de sus culturas. ¿Por qué el proyecto europeo (más allá de uniones políticas y monetarias) nunca termina de materializarse?

No creo que deba sobrevalorarse la importancia, tanto espiritual como práctica, de la unión política e incluso monetaria. En el fondo, después de la lengua, la moneda es una cosa común, algo que nos hace sentir como en casa y que nos permite percibir las condiciones de vida de nuestros conciudadanos europeos, el trabajo en distintos países, los precios, etc. La unión política es la premisa, no suficiente pero sí necesaria, para lo que debería ser y deberá ser, a pesar de muchas dificultades, la suerte de la Europa futura. Sueño con el día en que Europa se convierta en un Estado unitario; federal, naturalmente, descentralizado, pero con una común legislación básica para todos. Los problemas actuales son de carácter europeo; por consiguiente, a esta realidad europea debe corresponderle también un modelo estatal europeo. Pongamos, por ejemplo, la inmigración. Es absurdo que haya leyes diferentes en los distintos países, como lo sería que Trieste, Florencia o Roma tuviesen una normativa distinta en este ámbito dentro de Italia. Por supuesto que hay muchas dificultades, debido a la resistencia particularista de varios Estados y a la elefantiasis burocrática; también al principio de unanimidad, que debe ser abolido en todo caso, porque unanimidad no significa democracia. Son las dictaduras las que hacen gala de un falso consenso. Será un camino difícil, daremos también pasos atrás, pero aun así sigo manteniendo mi esperanza en la Europa unida: no respecto a un futuro inmediato, sino con miras a un plazo un poco más lejano. Sólo un Estado europeo puede proteger, entre otras, a las pequeñas (económica y numéricamente) comunidades nacionales, que, si se abandonan a un mero juego de poder y de expansión capitalista, serán fácilmente devoradas o suprimidas por otras.

En "El infinito viajar" habló de España como de un gran teatro del mundo, una mezcla de progreso y desencanto, el país que más se ha renovado en el conjunto de Europa. ¿Su percepción actual es la misma? ¿No ha experimentado España un empequeñecimiento, una regresión, en los últimos años?

Sí, después del enorme, increíble impulso experimentado tras la caída del franquismo, se ha producido un estancamiento, ciertamente no imputable al actual gobierno. También se advierte, en el plano cultural, una especie de relajamiento de los valores, de fatiga, una pequeña (muy pequeña en comparación con lo que ocurre en Italia, por fortuna para España) tendencia a la política espectáculo, a la política pop. Tal vez el particularismo, reacción obvia y necesaria a la falsa y tiránica unidad promovida por el franquismo, pueda ser un obstáculo, como revela el problema vasco.

Los españoles, como los italianos, tienden a subestimar lo propio. ¿A qué atribuye esta baja autoestima?

A decir verdad, no he advertido esa tendencia a la propia subestimación y no sabría a qué atribuirla. ¿Tal vez a la diferencia entre la grandeza de siglos anteriores y la decadencia posterior? ¿Un complejo derivado del franquismo? Sinceramente, no lo sé. Para los italianos el planteamiento es casi opuesto, ya que tienen a sus espaldas una breve historia como país unificado tras siglos de gran florecimiento cultural, por lo que la decadencia y servidumbre política sobrevenidas pueden habernos educado en (o habituado a) la autodesestima. Ésta resulta muy negativa y muy diferente de la siempre creativa y necesaria autocrítica; se convierte en una especie de costumbre, una coartada para perseverar en las propias debilidades

En "El infinito viajar" dedica un breve capítulo a Canarias, donde se tiene la sensación de estar a la vez cerca y lejos de todo. ¿En qué se diferencian las culturas limitadas por el mar respecto a aquellas cuyas fronteras son terrestres?

Es curioso que en las culturas marinas, incluso en aquellas más distantes de las que lindan materialmente entre sí, se dé por lo general una mayor mezcolanza, una mayor apertura. Un soplo marino de universalidad, de grandes espacios y horizontes, de apertura al otro. El mar propicia la mezcla, los encuentros.

¿Qué aspectos le han llamado más la atención de Canarias en sus visitas y qué escritores isleños le han seducido especialmente?

Es difícil resumir la fortísima impresión experimentada en mis dos viajes a Canarias. Diría que se trata de un impacto físico, producto del paisaje, desde los dragos a los volcanes. Detecto, además, un sentido de la apertura cultural entre las personas, un pequeño mundo a través del cual pasa un gran aliento. Traté de hablar un poco de ello en el capítulo de ese libro que usted ha mencionado y también en "Otro mar", en el que el protagonista hace una parada en su viaje a través del Océano, en las Islas Canarias. Respecto a los escritores, debería nombrar a muchos, ya que he leído incluso a los clásicos más antiguos. Me limitaré a nombrar a un autor cuya lectura me causó un fuerte impacto: Alonso Quesada.

Volviendo al continente, la memoria de la vieja Mitteleuropa pervive en las páginas de Joseph Roth, Schnitzler, Zweig, Musil, Doderer, Kusniewicz, Perutz Urzidil o Von Rezzori. ¿La obra de Claudio Magris es el estuario intelectual en el que han desembocado todas las reflexiones literarias sobre el antiguo imperio austrohúngaro? ¿Se siente parte de esa tradición?

Sí, ciertamente en parte debido a que Trieste (la ciudad donde nació Magris en 1939 y a cuya universidad está ligado) es uno de los lugares por excelencia de esa Europa Central de la que usted habla. Pero no es sólo por ello, ya que en mi formación han tenido gran influencia otras literaturas, como la francesa o la rusa, además de las grandes culturas del mar, que son un poco lo contrario de la centroeuropea: culturas de la apertura, del abandonarse a la vida, mientras que la de Europa Central es una gran cultura del malestar y de las grandes defensas erigidas contra el malestar, defensas que, como todos los mecanismos de este tipo, pueden resultar letales, como muy bien sabía y demostró Kafka. Por supuesto, sería erróneo y fatal pensar exclusivamente en la propia tradición heredada. Se correría el riesgo de estilizarse, de "hacerse" el centroeuropeo en lugar de serlo de forma espontánea. Por eso, también es aplicable a la Europa Central lo que un gran escritor italiano, Raffaele La Capria, dijo de su Nápoles: "Una cosa es ser napolitano y otra hacerse el napolitano".

¿Se debe a la literatura la nostalgia por ese mundo perdido o hay otros motivos relacionados con la pérdida de identidad y la decepción modernas?

No creo que sea justo hablar de nostalgia. Ésta implica un lamento por un mundo pasado que se considera mejor, lleva a olvidar todos los aspectos negativos, la injusticia y las diferencias sociales de antaño, mucho más crueles que las actuales. Se trata de amar ese mundo ido y de hacerlo revivir en nosotros, transformándolo naturalmente en una fidelidad que no devenga obsesiva ni mortuoria hacia todo aquello que hemos heredado de él. Así como amamos a nuestros padres y abuelos; llevamos en nuestro interior muchas cosas de ellos, pero no los copiamos. De lo contrario, incurriríamos en una forma falsa de lealtad, o sea, en la infidelidad.

En sus libros, la vida, la realidad o el tiempo no son entidades fijas, externas e inamovibles, sino misterios que piden ser interpretados. ¿Por qué muchos siguen creyendo en el mundo como "deus ex machina", algo fatal que les viene dado y gobierna sus destinos?

Sí, creo que todos somos misteriosos incluso para nosotros, aunque sólo sea porque, sin dejar de ser nosotros mismos, nos transformamos con el tiempo. Un diplomático italiano, que es también un fino ensayista, Roberto Toscano, dijo que las identidades no pueden ser fotografiadas, a lo sumo pueden ser filmadas, porque no son entidades rígidas e inmóviles, como ídolos inmutables, sino que se mueven en el tiempo. Y cada uno de nosotros no tiene una sola identidad, sino muchas; no sólo la de carácter nacional (que a veces también es plural), sino también la política, la religiosa, la moral, la cultural, etc. Personalmente, me siento más cerca de un liberaldemócrata uruguayo que de un fascista de Trieste. Tampoco creo que el nuestro sea un mundo fatal, que se gobierna gracias a nuestra pasividad. Por supuesto, en cada momento histórico existen algunas tendencias predominantes, pero todos nosotros seguimos contribuyendo a formarlas. Nuestro tiempo es como la rueda de "Kim", de Kipling, el resultado de los esfuerzos, de los conflictos, de las resistencias de todos nosotros. No pensemos que hay un mundo ya hecho al que debemos adaptarnos. Quien crea eso actúa como el decano de una pequeña facultad en la que enseñé hace muchos años, alguien que, por cobardía, siempre votaba el último en los consejos universitarios para sumarse así a una mayoría ya formada y, por lo tanto, no ofender a nadie. Pero una vez tuvo mala suerte, porque en la votación participaban once personas, cinco de las cuales habían votado en un sentido y las otras cinco en el otro. Descubrió entonces, con consternación, que no había una mayoría a la que adecuarse, que era él quien iba a formar y decidir esa mayoría. Descubrió así, con miedo, que era un individuo activo y libre...