Desde los primeros tiempos de la humanidad, el hombre ha vivido angustiado ante el terrible rostro que presenta la pálida muerte. Epicuro ya había intentado librar al hombre de los terrores de la muerte. Efectivamente, como dice Alberto Medina, el epicureísmo no es una filosofía de evasión, como la platónica, y por tanto no busca la felicidad del hombre en una vida futura, sino en la vida presente, en la vida de las sensaciones y de los sentidos. Ya Horacio nos advierte que la silenciosa muerte llega indiferente tanto a las chozas de los pobres como a los palacios de los ricos ("Palida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turres"). Recordando la suma brevedad de la vida, invita al riquísimo Sestio a gozar de la primavera exuberante, es decir, de la juventud, diciéndole que la vida es tan corta que nos impide proyectar largas esperanzas: "Vitae summa brevis spem nos vetat incohare longam".

Desde la Antigüedad clásica existía la concepción de la muerte como niveladora de los hombres. ¿Para qué tanta vanidad si con la muerte se saldan las vanaglorias humanas? Estas ideas aparecen unas veces, como en las Danças generales de la Muerte, con maligna complacencia en la caída de los poderosos, en la ruina de la hermosura o en la inutilidad última de las riquezas; otras veces, para avisar al hombre ante la muerte, con la cual todas las vanidades se desvanecen:

Bien sabes tú, por çierto, e non deves dub dar

que la muerte a ninguno non sabe perdo- nar,

a grandes e a pequeños todos quiere matar,

ca todos en común por ella han de pasar.

(Pero López de Ayala, Libro Rimado de Palacio)

Es la muerte democrática, que a todos iguala, tal como vemos en los siguientes versos de Jorge Manrique (Coplas) y de Juan de Mena (Razonamiento que hace con la Muerte), recordando a los poderosos su inevitable final:

Así que no hay cosa fuerte,

que a papas y emperadores

e perlados

así los trata la muerte

como a los pobres pastores

de ganados. (Copla 14)

Y en el breve y sencillo poema octosílabo de Mena:

(...)"caídos son en pobreza:

no les vale la riqueza

ni tesoros mal ganados,

(...)

tú los fazes ser iguales

con los simples labradores".

El concepto de vida-tránsito de la Alta Edad Media, la muerte deseada, la muerte liberadora, la muerte como puerta del cielo y de la verdadera vida (Mors janua vitae) había ido evolucionando durante los siglos XIV y XV, y a partir de estos siglos la vida ya no es un mero tránsito hacia el más allá desconocido y terrorífico. Como vemos en el Libro de buen amor, la muerte priva al hombre de la alegría de vivir, de la vida placentera (el hedonismo epicúreo, hedoné), porque en el siglo XIV la vida ya es amable. La muerte "deseada y liberadora" de los monjes contemplativos para que se produzca la unión con la divinidad, se convierte en "muerte rechazada", en muerte enemiga, en muerte traidora, que todo lo corrompe y que priva al hombre de los goces de la vida. La visión del Arcipreste de Hita sobre la muerte es una visión trágica, de lucha impotente contra un enemigo poderoso, con el que siempre vamos a perder: "De fablar de ti, muerte, espanto me atraviesa":

1548 Tiras toda vergüença, desfeas

fermosura,

desadonas la graçia, denuestas la

mesura,

enflaqueçes la fuerça, enloqueçes

cordura,

lo dulçe fazes fiel con tu mucha amargura.

1549 Despreçias loçanía, el oro escu-

reçes,

desfazes la fechura, alegría entristezes,

manzillas la limpieza, cortesía envi-

leçes:

muerte, matas la vida, al amor aborresçes.

De la muerte consoladora, invocada por Dante y otros poetas italianos del Dolce Stil Nuovo, de la muerte dulce y salvadora, se había pasado al concepto de muerte destructora que acaba con la belleza, con el vigor y con la lozanía. Resuena el espantoso "recuerda que has de morir" (memento mori). Emparentadas con este pesimismo surgieron a finales del siglo XIV y principios del XV las Danças generales de la Muerte, resultado de motivos sociales y, principalmente, resultado de la "peste negra" de 1391, que asoló las ciudades de toda la Cristiandad. La representación de los dramas asuncionistas en las iglesias de Europa y en nuestras tierras eran muestras del horror sagrado a la muerte. Se liberaba así a la Madre del Hijo-Dios de este castigo divino, tal como queda reflejado en la escenificación del Misterio de Elche. Como dice Johan Huizinga, es una de las mayores glorias de María que su asunción haya librado su cuerpo de la descomposición terrena. El vivo horror a la descomposición del cuerpo terrenal explica a la vez el alto valor que se atribuía a la incorruptibilidad de los cadáveres de algunos santos.

La muerte y su aliado el tiempo fugaz son los agentes que realizan la mutación del hombre. La sentencia "todo ha de pasar" y el rápido fluir del tiempo (tempus fugit) han quedado reflejados en la literatura y en la simbología de las artes plásticas: el reloj de arena, la calavera, la guadaña... Todo es transitorio y fugaz: juventud, belleza, honor, virtudes... ¿Para qué afanarse tanto en las vanaglorias y jactancias de esta vida? Este "pasar" irremediable del tiempo nos conduce hacia el más allá aterrador. Por eso en España, cuando alguien fallece, se dice que "ha pasado a mejor vida", puesto que esta vida terrena, como se invoca en la Salve Regina, es un valle de lágrimas ("in hac lacrimarum valle").

El desalentador estribillo del menosprecio del mundo, que nos recordaba con insistencia la doctrina de la Iglesia, se repetía también de forma constante en muchos tratados, sobre todo en el De contemptu mundi de Inocencio III.

La muerte, tan poética con sus silencios y con su palidez, se ha manifestado, algunas veces, con formas sorprendentes: en el convento de dominicos de Zamora, la campana avisaba, tocando fuerte y con rapidez antes de la muerte de uno de los frailes. San Bertolfo de Gante, cuando amenazaba un peligro grave, golpeaba fuertemente contra su sarcófago. El sepulcro donde reposaban los huesos de Pierre Déjean Olieu, gran visionario del siglo XIII, se convirtió en un centro de peregrinaciones (el culto sepulcral). Se decía que ante su tumba se producían prodigios maravillosos.

El hombre medieval se preocupaba tanto del cuerpo como del alma de sus difuntos. Los enterramientos se hacían cerca de la casa familiar, en la iglesia, en el atrio (atrium). Más tarde se construyeron los cementrios (koimeterion, dormitorio) fuera de las ciudades, alejados y cercados por un muro. Allí se levantaban las tumbas a los difuntos para poder realizar las acostumbradas visitas melancólicas.

En los siglos XIV y XV los hombres y mujeres leían libros que preparaban para la buena muerte (De preparatio ad mortem), para el bien morir (Artes moriendi), costumbre que heredaron nuestras abuelas, al igual que tener preparada en el armario la mortaja para el definitivo "tránsito". Se pensaba que el muerto encontraría el "descanso eterno" si se le amortajaba con el hábito de la Seráfica Orden de San Francisco.

Eran los tiempos en que se moría en el propio lecho, rodeado de amigos, familiares y objetos queridos, junto al ventanal desde donde se veían los árboles y vergeles del jardín, desde donde se oía el susurro de la fuente... Ahora, nos morimos solos, en la habitación aséptica y blanqueada de un hospital, antesala del frío sepulcro marmóreo. Sin árboles ni vergeles, sin oír el canto del ruiseñor... Pero la muerte más moderna es la incineración, que se está convirtiendo en el modo preponderante de sepultura. Las causas, como dice Philippe Ariès, no son solamente la voluntad de ruptura con la tradición cristiana (enterrar a los muertos); la motivación profunda es que la incineración, sobre todo cuando hay dispersión de las cenizas, es interpretada como el modo más radical de hacer desaparecer y olvidar todo lo que pueda quedar del cuerpo, de anularlo. La incineración excluye del peregrinaje a los cementerios, mientras que en las tumbas aún podemos ver los restos de las flores muertas depositadas...