El sábado, día de asueto voluntario, me propuse tirar la casa por la ventana y acudir a un cinco tenedores, para evadirme de la rutina de los presuntos restaurantes dispersos por la piel de la isla. Tal fue así que la inercia de la intención me llevó rumbo al sur, a la zona de los hoteles más galardonados por su gestión y onerosas tarifas a todos los clientes que se alojan con ganas de gastar parte sobrante de su peculio. El caso es que después de transitar por los dos tramos del anillo insular norteño, fui a parar a la zona suroeste más privativa, y sin pensarlo dos veces me dirigí a un hotel, construido en su día por el empresario Jesús de Polanco, afín al PSOE, al que, incluso, se le permitió enajenar una parcela de litoral de la zona marítimo-terrestre para construir una playa privada, hasta que la lógica de la razón impidió tal despropósito y permitió el tránsito público de bajada, si bien sólo a medias, porque eliminó las plazas de aparcamiento en los arcenes para que los conductores, antes prohibidos si no eran clientes del hotel, pudieran sólo sacar una foto panorámica y retornar a la salida para enlazar con la carretera general.

Pues bien, luego de sortear la puerta de control con barrera, situada en la rotonda inicial de los jardines, ante mi pregunta por el restaurante en cuestión, me respondieron afirmativamente, con la salvedad de si había solicitado reserva previa, ya que este, además de estar acaparado para los clientes del establecimiento, estaba situado en la parte alta de la propiedad, junto a un circuito de deporte de élite, en donde hay que cargar con el traje y el calzado de diseño para la ocasión, amén de todo un muestrario de herramientas para golpear una pelota y meterla en un hoyo. Y, para más irrisión, el restaurante citado sólo ofrecía cenas y nunca almuerzos a los pretendientes no alojados en el recinto lúdico.

El caso es que ante la imposibilidad de acceder como comensal a dicho oriente de sabores, tal vez con intención de ser amable, la informadora me sugirió que en la cercana Playa de San Juan podría encontrar varios establecimientos, si bien -obvió decirlo por delicadeza- no tan prestigiados como el del complejo hotelero. Así que, dándole las gracias, acudí con cierta decepción por el trayecto ya conocido, esquivando mentalmente la calidad de los locales publicitados, de modo que, retornando de nuevo por el norte -benditos tramos del anillo insular disponibles-, hice un alto en Santiago del Teide, y como opción entré en un local aparentemente más tranquilo, atendido por jóvenes voluntariosas, aunque algo inexpertas. Vista la carta, buscando algún plato que se saliera de la rutina habitual de la dichosa muletilla de "cocina casera", nos decantamos por un cherne confitado con salsa de almendras. Finalmente, después de cambiarme el primer plato, ya agotado en la carta, nos sirvieron un cherne encebollado, sin más aditamento que unas almendras trituradas mezcladas con la guarnición. Pedidas explicaciones por la forma de elaboración, la camarera no supo responder a la descripción de la receta, y mientras esto sucedía observé por el rabillo del ojo cómo sus compañeras se rascaban continuamente el pelo de sus cabezas, al tiempo que servían en otras mesas los platos solicitados. Platos que ya llevaban destapados un largo tiempo en la cocina, para gozo de los insectos, antes de servirlos. Visiblemente asqueado, optamos por dejar los platos, bañados con la presunta salsa de almendras, prácticamente intactos y nos limitamos a pedir la cuenta para abandonar el local lo antes posible.

Después de varias experiencias negativas, o imposibles de consumar como el del hotel sólo para clientes, el corolario de todo ello me lleva a pensar que la influencia audiovisual respecto al fomento de la gastronomía sólo se ha detenido en la compra de los uniformes y prendas al estilo master-chef. O lo que es lo mismo, que cualquier frangollero/a sin idea de cocina se encasqueta un gorro y un uniforme y se cree Ferrán Adriá o Carmen Ruscadella. Pero lo peor de todo ello es la falta de conocimientos de los comensales, que califican un plato mal cocinado como una delicia, y se regodean de placer cuando le ofrecen el chupito gratis después de abonar la cuenta.

La falta de accesibilidad a los establecimientos de cierta calidad culinaria y la proliferación de "cocinillas" en los establecimientos de restauración ( guachinches encubiertos) no dicen mucho de que la mejor opción para fidelizar a un turista no es sólo la servil amabilidad, sino el conocimiento de lo que se está imponiendo en la mesa del cliente. Sugerencia que argumento, para que tomen nota los responsables de la buena marcha de la industria turística.

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