Marta entrena duro. Desde muy pequeña ha sentido pasión por el deporte. Tanto que ha conseguido llegar a la élite. Al verla entrenar, sorprende lo menuda que es, ejecutando cada movimiento con una técnica impecable y con mucha más fuerza de la que cabría esperar para alguien de su complexión. Curiosamente, y a pesar de verla parapetada eternamente tras sus "walkman" y su gesto serio y concentrado, más de uno interrumpe su entrenamiento. Claro, porque el gimnasio no es del todo un lugar de entrenamiento, al menos para las mujeres, y si está allí y vestida así es porque está buscando guerra. Uno de esos lobos solitarios la interrumpe. Un tipo que podría ser su padre, con evidente sobrepeso (pero él te dirá que "está en fase de hipertrofia") y una condición física como mínimo mediocre. Se acerca a ella, deportista de élite, la mira, la mira largo rato y niega con la cabeza. Al ver que ella no reacciona ante su presencia, la toca, le dedica una sonrisa y con aire de condescendencia le dice "¿Sabes que este ejercicio no lo estás haciendo bien? Mira, te explico". Marta, a veces, aguanta el tirón con la paciencia del santo Job. Pero hoy no tiene tiempo. Tiene que seguir las pautas de su entrenador al pie de la letra si quiere estar a punto para competir este fin de semana. La escucho contestar: "Sé que vienes a corregirme, pero ahora no me interesa, lo siento". Sube el volumen de su "walkman" y trata de concentrarse de nuevo en su ejercicio. Él se queda clavado mirándola con estupor. Se ha ofendido. Venía a ayudarla. Venía a salvarla. Y ha tenido que soportar que rechacen su valiosa ayuda, sus vastos conocimientos. Una chica. Pequeña, con pinta de adolescente. Aún se queda parado unos segundos mirándola, incrédulo ante su enorme desfachatez. Reacciona cuando pasa otro, a su lado, a quien no conoce, pero al que parece identificar como compañero de manada y al que le manifiesta su descontento: "Pues no vengo a ayudarla y me espanta, la zorra de mierda esta!".

Pese a pertenecer a un colectivo mayoritariamente femenino, entre los que "cortan el bacalao" no hay una sola mujer. Aún así, María siempre tiene listo su discurso y en los foros en los que tiene ocasión, habla de realidades que parecen sonar a chino: precariedad laboral femenina, brecha salarial, conciliación de vida familiar y laboral. Cosas que se escuchan con una sonrisa contenida en los labios en muchas ocasiones. No obstante, pareciera que es políticamente correcto validar estas opiniones y mostrarse solidario, aunque sea por fuera. Y aunque sea por fuera, estos sabios varones parecen darse cuenta de que su imagen externa está siendo excesivamente arcaica. De modo que, aunque a regañadientes, la manada da el visto bueno de incluir entre sus filas a algunas mujeres. Por supuesto por su "valía, su dedicación y porque representan a la mayoría de este colectivo". Pero, posteriormente, en ese encuentro informal, María les escucha. Les escucha porque han hecho el comentario lo suficientemente bajo como para que no pueda intervenir, pero lo suficientemente alto como para que ella lo oiga: "Tenemos que tener un par de tetas para sacar en las fotos". El comentario es respaldado por risas y algún aplauso ahogado de todos los que participaban de la conversación. María vuelve a casa sola, pensando en lo largo de un camino en el que ni siquiera ha podido dar aún un paso.

Ana considera que la buena educación es el principal valor de las personas. Siempre intenta ser correcta. Es una convencida de la tópica mano de hierro en guante de seda. Pareció interpretarlo como una debilidad su nuevo compañero de trabajo, que inició un camino vertiginoso hacia lo que él (y sólo él) consideraba un caballeroso cortejo. Sin borrar la sonrisa de su rostro, Ana respondía siempre: "Tengo pareja, lo siento". Él, tan caballeroso en su empeño por conquistarla (tal era su devoción por Ana!) proseguía: "Yo también tengo, no importa, nadie tiene por qué enterarse". Ella entonces añadía que por su parte era feliz en su pareja y la infidelidad no era algo a plantear: "Lo siento, gracias por tu sinceridad, pero no". Él, con más moral que el Alcoyano, no cedía un ápice en su insistencia. Para él, ese "no" no era un no de verdad, sólo tenía que insistir lo suficiente y conseguiría llevársela a la cama. Porque esta era la única motivación que subyacía, no se engañen: Ana era un bombón, tenía edad para ser su hija, era inteligente, trabajadora, educada y divertida. Así que siguió. Día tras día, con comentarios que oscilaban entre romanticismo de novela barata y afirmaciones soeces y vulgares. Ambas repugnaban a Ana tanto que podía hasta sentir el asco de forma física. La vía diplomática no daba resultado. Tras meses que se convirtieron años, con rachas en que todo parecía haber vuelto a su cauce y otras que sorprendían con una reactivación virulenta, Ana se cansó: se cansó del asco, de la rabia, de decir "No" con una sonrisa amable. Entonces simplemente espetó "Déjame en paz. No es no".

La lógica nos llevaría pensar que este sujeto , al igual que el del caso de Marta, sentirían vergüenza y malestar y se alejarían reflexionando. No es así.

Cuando las mujeres nos cansamos de decir "No" de todas las maneras políticamente correctas que se nos ocurren y pasamos a un "no" bien alto, con ceño fruncido y puño sobre la mesa, los lobos se sienten heridos. Y cuando se hiere a una fiera, la fiera ataca. Sola o con ayuda de su manada. "Pero tú qué te has creído que eres" ," Maldita histérica" "Te estás pasando de agresiva, que yo no he matado a nadie" "A ti lo que te pasa es que estás muy mal follada" "Estás siendo una borde sin venir a cuento, que yo lo único que quiero es quererte" . Etc., etc., etc.

Cuando decimos "No", un "No" alto, claro, tajante, sin lugar a dudas ni interpretaciones, pasamos a convertirnos en las malas de la película, en locas histéricas, o peor, aún es un "No" interpretable. Porque (y este es el problema) en pleno siglo XXI el "No" de una mujer sigue valiendo menos que el "No" de un hombre. Probablemente influya el que aún colectivos de varones consideren que las mujeres solo somos un par de tetas. A estas alturas de la película parece impensable, pero la experiencia diaria a la que nos enfrentamos las mujeres día tras día nos dice que sí, que desgraciadamente, sigue siendo así. Por eso estamos asistiendo, perplejos y estupefactos, a un juicio en el que en vez de juzgar a los delincuentes y proteger a la víctima, lo que se juzga es la calidad y la cualidad del "supuesto no" de la agredida. Porque el "No" de una mujer siempre da lugar a malos entendidos. Porque no parece quedar lo suficientemente claro que una niña, una niña en el límite de edad para ser menor, no quería que 5 hombres la penetraran por todos sus orificios mientras lo grababan, le robaran y la dejaran tirada en un portal sucio y oscuro. Porque igual ella pidió que le hicieran eso. O si no lo pidió , igual se lo merecía. Por calentona. Por imprudente.

Yo, como Marta, como María, como Ana, como la niña de los San Fermines, he sentido miedo, asco, vergüenza, rabia e impotencia más veces de las que puedo recordar. Todas hemos vivido en numerosas ocasiones, en mayor o menor grado de intensidad, las acciones de los lobos solitarios, y hemos sentido el pavor ante las manadas. Hasta inmovilizarnos.

Por eso, se me hace tan fácil creerte. Por eso, no dudo: ni por un segundo.

#YOTECREO.

*Médico especialista en Psiquiatría

Vicepresidenta del Sindicato Profesional de Médicos de Tenerife