Podría ser un buen título para una novela, película o comedia teatral, pero la mayoría de las veces la realidad supera la ficción, y esas lágrimas observando el crepúsculo fueron un escenario tangible que viví junto a mi padre a finales de los años cuarenta del siglo pasado. Tenía solo quince años y estábamos sentados en una gran piedra tomando un tentempié cerca de un melonar y un inmenso mar de olivos; el sol brillaba tenuemente y expandía sus rayos poco a poco en el horizonte trayendo el anochecer. Entonces me preguntó por el trabajo, que terminaba en unos días, y lo tranquilicé, pues de inmediato empezaría en una tienda de tejidos, pues un amigo con el que iba a la cantina del mercado me había conseguido el puesto. Fue mi padre quien logró que me colocaran en ese trabajo del que me rescindieron. Era un servicio adjunto a abastos denominado Carnes, Cueros y Derivados, y solo tenía 12 años y medio, pero parecía mayor con mi uniforme azul celeste, con botas, pasamontañas para los fríos de invierno y unos guantes canelos de cuero para protegerme las manos. Era un botones de toda la vida y mi servicio se encargaba de vigilar a los tablajeros y de conceder las Guías o Conduces del ganado trashumante que regresaba a la meseta en tren. Cuando llevaba ya tres años trabajando, Arburúa, ministro de Comercio, ordenó una reducción de plantilla y cesar a todos los que llevaran menos de cinco años, así que me tocó volver al mercado laboral. Por el despido me pagaron dos meses por año trabajado más las extras proporcionales, una buena cantidad de dinero que ayudó mucho a la economía de casa.

Mi padre, militar honesto, serio, poco dado a hablar paja, simplemente lo justo y necesario, era un hombre muy respetado, jefe de la Caja de Reclutas y presidente de la Sociedad de Caza y Pesca. Vino destinado a Tenerife y aquí se casó con mi madre, de familia humilde y honrada, y aunque pudo estudiar eligió ser ama de casa. Tuvieron nueve hijos, que dentro de las dificultades nos criamos con la escasez de aquellos tiempos, pero a quienes no nos faltó nunca el sustento. Fueron unos auténticos colosos al sacar adelante a esa enorme prole y da una idea de la capacidad, inteligencia y sufrimiento que tuvieron que padecer, pues hoy sería imposible.

Aquella tarde habíamos ido de cacería y en el morral llevábamos dos conejos, dos perdices y cuatro tórtolas. Se nos había dado muy bien la tarde. Esperábamos ya el tren en el apeadero de Grañena, muy cercano a Jaén, y fue cuando me di cuenta de que estaba secándose las lágrimas con el pañuelo. Un hombre duro, curtido en la guerra, ensimismado por el paisaje, pero entristecido y lloroso. Me dijo en un tono seco y extraño: "Vámonos que perdemos el tren". Esta fue la segunda vez en mi vida que observé un atisbo de lágrimas en mi padre. La primera fue cuando le hice entrega de un sobre cerrado con mi primera paga de 133,33 pesetas. De ambas ocasiones nunca pude saber las razones de esa tristeza, y me queda la duda de si fue un sentimiento de culpabilidad por haberme puesto a trabajar tan niño. Si fue así, desde aquí, esté donde esté, quiero decirle que entiendo que la situación era muy difícil y jamás podría guardarle ningún tipo de rencor.

Mis padres nos dieron una vida plena, llena de cariño, amor y hermandad. Nos educaron con la disciplina necesaria y sobre todo nos enseñaron a compartir. Si el mayor estrenaba camisa, la usada pasaba al segundo, y así sucesivamente. En este momento de mi vida los tengo cada día presentes y me acuerdo a todas horas. También de hermanos, cuñados y cuñadas que ya hemos perdido, que son ocho en total, y especialmente de mi hermana Carmen, mi Tata, que fue quizás mi verdadera madre, pues me llevaba diez años y desde bebé me cuidó, cambió pañales, bañó o sacó de paseo.

Muchos recuerdos se agolpan cuando te haces mayor, y la mayoría por la tristeza de las pérdidas a lo largo del camino. Es inevitable, pues nos hacemos mayores, nos volvemos achacosos y solo deseamos tener salud.