Toda vida humana transcurre entre el filo del abrazo de la ternura y el empujón de la violencia. No hay alternativa posible. Los demás nos fortalecen con su relación de ternura o nos desgarran si su trato envuelve violencia, aunque sea en dosis mínimas. Y nosotros a ellos, igual. Porque somos seres autónomos, pero también interdependientes: cuánto importa recordarlo en momentos de barbarie social e individualismo.

Extrañamente, nuestra dimensión de ser dependientes, estando tan manifiesta ante los ojos de cualquiera, ha tardado mucho en hacerse visible para la filosofía: "La primera vez que cobré conciencia de la importancia que tiene en la vida del ser humano la vulnerabilidad ante los peligros y daños físicos y mentales, no fue gracias a la filosofía", así lo escribe Alisdair MacIntyre, quien reconoce que tuvo que padecer una enfermedad grave para descubrir que todo individuo depende de los demás para supervivencia, "no digamos ya para su florecimiento".

Alguien que ha sabido comprender maravillosamente la dependencia íntima y conectarla con la vida cotidiana de las personas ha sido, para mi opinión, Rof Carballo, médico y ensayista español fallecido en 1994: "A nuestro alrededor todos llevamos unos flecos invisibles de una red o urdimbre insatisfecha (?) una red de vínculos realizados o no con los demás. Viene el hombre a nosotros, a los médicos, con esa urdimbre en parte intacta y hasta robustecida, aprisionante y en parte en jirones, necesitados de que el destino vuelva a hilarla, a reconstituirla, a tejerla".

En consecuencia, fortificar esa malla emocional invisible o contribuir a desgarrarla más aún dependerá de si tratamos a los demás con violencia o ternura: así se titula una de la obras fundamentales de Rof Carballo. Y esto abre muchas posibilidades para abordar la dependencia del ser humano, y para valorar la necesidad y la potencia de la ternura.

La ternura como actitud fortalece a los demás. Un ejemplo: me contaba un amigo que su mujer le corregía con confianza: "te veo serio". Tal vez, expresaba bien la necesidad de un fondo alegre para recibir esa ternura que remienda la red emocional que a todos envuelve, especialmente en la familia. De modo contrario, una actitud adusta supone violencia y desgarra a las personas queridas.

Muchas veces entre un no lo sé, y un yo qué sé, hay la diferencia grande entre la violencia y la ternura. A veces, incluso, en una misma respuesta, esa distinción esencial se produce dependiendo solo de cómo miramos. Es el lenguaje de la dependencia, de esos detalles que Rof Carballo describía como flecos invisibles, pero que tanto cuentan para la felicidad humana.

Afirmaba Myriam Hodgson, en una charla reciente titulada "Recuperar la autoridad familiar", que lo fundamental para la formación de los hijos recae en el binomio ternura-exigencia, porque si los chicos no notan que les exigen en casa, en el fondo, no se sentirán queridos; pero, a la vez, para no provocar su desaliento al corregirlos, los padres han de tratarlos con gran ternura, sin celo amargo. Cuanta más exigencia, mayor ternura: de nuevo, la importancia de recomponer la invisible -pero real- red emocional para, así, fortalecerlos.

Rof Carballo afirmaba que la perspectiva de la ternura podría constituir "el pórtico que nos va a permitir entrar en una nueva concepción del hombre que acaso nos sirva para encontrar salida al atolladero cultural en el que nuestro mundo se encuentra": la cultura de la donación y del agradecimiento.

La expresa bien Fernando Beltrán: «Qué suave cuando vienes / a mi vida tranquila / y me sacas de agendas / y de horarios, / de llamadas pendientes / y pedidos de fruta / que a ti te encanta hacerme / más amables. / Qué suave, sobre todo, / cuando vienes a verme al desayuno / y te pones así, más entrañable, / y me dejas la mesa / perdida de ternura, / de migas exquisitas de cariño».

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