La mente de un niño es como un amanecer lleno de niebla que con el paso del tiempo, la educación y el aprendizaje, se va convirtiendo en un paisaje luminoso. La mente de un anciano es un atardecer, un desorden de los recuerdos y las ideas, cuya tendencia, salvo excepciones, va en dirección al caos.

Hay gente que tiene más miedo de la locura que de la muerte. Miedo no al "dejar de ser", sino al papel de observador del "dejar de ser". Darse cuenta de que nuestro pensamiento se deteriora de una manera tan vertiginosa y perceptible que hasta nosotros mismos lo percibimos.

He vivido, de primera mano, cómo se disuelve una personalidad. Cómo desaparecen los recuerdos, el carácter, la memoria... Todos los atributos que nos hacen ser como somos y ser quien somos. El cuerpo se convierte en un cascarón vacío y sólo vemos el exterior de la persona amada; que ya no es. Esas pupilas vacías que miran cosas que tú no ves ya no tienen la chispa del intelecto, sino algo opaco, denso, un velo sin brillo.

Cuando a veces olvidamos algo, nos sobresaltamos. El cerebro busca un recuerdo que tenemos por algún sitio. Algo que sabemos que está y que incluso podemos percibir de alguna manera por ahí escondido, pero que somos incapaces de recordar. Nos ofuscamos porque no nos viene a la lengua el nombre de una persona que hemos saludado en innumerables ocasiones. Imaginar que eso puede ocurrir con miles de cosas, de nombres, de recuerdos, de rostros familiares, produce una sensación de vértigo inimaginable. Es ver cómo nos van borrando el disco duro poco a poco.

La vejez es una pendiente cada vez más pronunciada en esa dirección. El deterioro físico suele ir acompañado (excepto en muy contadas excepciones) de una pérdida de capacidades intelectuales. Todo se produce de una manera gradual, lenta y comprensible. Los ancianos se van acomodando a sus pérdidas y sus familiares se van acostumbrando a los efectos de la vejez. Otras veces el descenso a los infiernos de la pérdida de los recuerdos y de la personalidad es como el picado de un avión que ha perdido la sustentación de los motores. Pero el final del camino, en los dos casos, es el mismo: la fragilidad, la indefensión y la dependencia.

La medida para conocer un país es cómo trata a los niños y a los mayores. Nuestra sociedad ha descubierto, en estos años de crisis económica profunda, el rostro de una miseria que habíamos olvidado. Las víctimas del paro, de la pobreza sobrevenida, ya no estaban en los telediarios, sino en la puerta de al lado. En nuestras propias familias. Y el país ha hecho esfuerzos públicos y privados para que las víctimas de la crisis pudieran seguir adelante.

Eso no lo hemos hecho con los mayores. Canarias está llena de casos de ancianos que viven a trancas y barrancas, convertidos en cargas familiares o, incluso, malcuidados. No es un problema familiar, es un problema social. Un ciudadano tiene derecho a ser asistido si no puede valerse por sí mismo; una persona que ha trabajado toda su vida y ha sido socialmente útil tiene derecho a que el sistema le garantice una vejez digna. Desgraciadamente, aún no ocurre en nuestro país.

Cuando a cualquier persona le surge el drama imprevisto de que comienza a perder sus facultades intelectuales y se vuelve completamente incapaz de mantenerse por sí mismo, tampoco tiene una administración pública a la que recurrir. Está solo, a la deriva, a merced de si tiene a alguien cercano capaz de hacerse cargo de él. Porque si no lo tiene, corre peligro de quedar arrumbado en una esquina. Eso ni es justo ni es digno.

Hay otras sociedades donde las personas tienen que vender sus viviendas para pagarse un tratamiento médico. Nosotros decidimos sostener un Estado del Bienestar que nos garantiza una sanidad y una educación universal y pública. Aunque muchos critiquen este sistema, no somos realmente conscientes del tesoro que hemos construido. Dicen que la estupidez se cura viajando, y a muchos les convendría darse un paseo por el mundo. Sostenemos un sistema de pensiones de jubilación admirable, contamos con el mecanismo del subsidio por desempleo y hemos creado una tupida red de ayudas sociales. Todo eso es un enorme logro que a veces no valoramos debidamente.

Pero nuestra gran asignatura pendiente siguen siendo los mayores. Cuando un ciudadano se acerca a la vejez y cuando esa transición está además amenazada por la pérdida de facultades mentales, depende del auxilio de sus personas más cercanas. Si está sólo, está perdido. Una vejez digna no debe ser cuestión de suerte, sino un derecho universal de las personas. No hay nada más urgente que acabar de una vez con esa injusticia.