La verdad judicial no tiene que ser necesariamente cierta -no le hace falta-, aunque es bueno que sea creíble. Ayer se conoció el final del juicio del famoso caso de Las Teresitas, por el que se establecen unas durísimas penas que ya corrían hace meses por los mentideros de la información. Para algunos se trata de una sentencia "ejemplar". Para otros una sentencia que se atiene a la lógica de los tiempos, donde los políticos se han convertido en carne de cañón.

Lo indiscutible es que después de un laborioso trabajo de orfebrería de la fiscalía, el tribunal ha terminado admitiendo plenamente el relato construido por el ministerio público. Un relato que se establece sobre hechos, pero también sobre algunas hipótesis que, al final, quedan flotando en el aire. En el año 2001 un numeroso grupo de tontos del bote compran el frente de la mayor playa artificial de la isla, en Las Teresitas. Todas las playas urbanas de España están edificadas, pero en esta tierra somos muy peculiares. Desde que se anunció que se iban a construir las laderas de la playa -unas laderas cochambrosas, áridas e inservibles- empezaron a surgir protestas de quienes denunciaban que se iba a robar "la playa del pueblo". Y a los políticos de turno se les ocurrió comprar los terrenos para que no se edificara.

Antes de eso pasaron cosas. Cosas que se relatan en la sentencia aunque no se explican. Como que unos empresarios listos compraran la playa tres días antes de que el Tribunal Supremo hiciera pública una sentencia que permitía edificarla. Insólita casualidad sobre la que el fallo pasa escuetamente, como de puntillas, no vaya a ser que se despierte alguien.

El tribunal establece que los acusados urdieron una trama delictiva jerarquizada de una enorme complejidad, con una planificación criminal muy sofisticada. Que escenificaron una falsa negociación para dar la apariencia de que se estaba pagando un precio razonable por la playa, pero que en realidad manipularon todo lo que pudieron para fijar el mayor precio posible. ¿A cambio de qué? Esa es la cosa: a cambio de nada. Por eso decía al principio que esta sentencia va de tontos. Unos tontos que manipularon las cosas para pagarle a unos empresarios el triple de lo que deberían haberles pagado, malversando dinero público y jugándose un bigote que acaban de afeitarles.

La exculpación del pleno que votó por unanimidad la compra de la playa y del secretario y del interventor, a los que se consideran engañados en su deber de control de la legalidad, era parte imprescindible, porque iban a condenar a media isla. Una parte de la que procede alegrarse por los que salen bien librados después de diez años de pesadilla. Pero la verdad judicial que conocimos ayer es inverosímil porque está coja. Porque presenta una trama a la que le faltan personajes. Porque puede que confunda una chapuza con una golfada. Y porque el sentido común lleva a pensar que cuando no se mete la mano, lo único que se ha metido es la pata.