Mi sobrino Ramón es ahora un lector compulsivo. Hace años, cuando él no tenía aún los veinte, se resistía a leer, y bromeaba: "Yo sí leo: ahora mismo estoy leyendo el prospecto de la aspirina". Pues ahora lee; se ha convencido de que leer es mejor que la aspirina.

En mi barrio no había libros, tampoco había periódicos. Había aspirinas, y prospectos. Yo leí prospectos hasta que apareció un recorte de periódico, de este periódico.

Me hizo lector la radio, que era la sintaxis a domicilio, una escuela de leer y de escribir. A partir de la radio aprendí a leer, sin pasar por la escuela. Y un día, que se hizo inolvidable, le llegó a mi madre un recorte de EL DÍA. La página contenía la crónica detallada de un suceso que había sucedido en La Palma. Hace ahora 60 años de esa enorme correntera. Así pues, me hice lector de este periódico, y de periódicos, hace sesenta años.

Al principio esa página me la leyó mi madre; cuando aprendí a leer, que fue pronto gracias a la sintaxis que me dio la radio, la leía yo solo. La leí y la leí hasta que me la supe de memoria. En el centro de la página había una imagen dramática: la de un ahogado por culpa de aquel desastre. Durante años esa imagen ha sido para mi la imagen de la muerte, y no la he querido repetir en la realidad. La vida al final interrumpe dramáticamente ese deseo infantil: no ver nunca el rostro del final.

Lo cierto es que esa página de periódico me hizo periodista, y, sobre todo, lector de periódicos. En aquel barrio donde no había ni periódicos ni libros, empezó a entrar este periódico, EL DÍA, a diario; lo compraba mi padre, me lo traían mis hermanos, lo recogía yo mismo de los quioscos o de las calles, cuando la gente había terminado de leerlo y se lo dejaba olvidado en las aceras.

Fui desde muy chico un lector compulsivo de periódicos. Cuando le dije a Jorge Espinel, subdirector de EL DÍA, que quería contar en algunos capítulos mi memoria de lector, comenzando por mi etapa como lector y como periodista de este diario en el que me formé y en el que ahora colaboro, se me vino en seguida una imagen que no olvido. Como no olvido aquel primer recorte que llegó a casa con la crónica del desastre de La Palma.

Esa imagen es la de un muchacho, que era yo, leyendo a diario una columna que contrastaba con el ajetreo de las noticias del mundo. Era Las manos sobre el teclado, de don Luis Álvarez Cruz. Don Luis era el periodista más prestigioso de las islas, vivió la aventura madrileña, había conseguido relaciones literarias que se correspondían con su vocación poética, y era un periodista perspicaz, un entrevistador excepcional, un escritor formidable de estilo personal e inconfundible.

Lo conocí luego, cuando entré en la Redacción de EL DÍA. Era un hombre serio, muy determinado; entraba, ya traía sus textos, sus entrevistas, las entregaba con presteza y con precisión, entraba al despacho del director, Ernesto Salcedo ("Ernesto, ¿qué hay de noticias?"), y luego se despedía, después de charlar con amigos que sentían por él respeto personal y reverencia profesional. Su mesa, en la nueva redacción de la avenida Buenos Aires, era un santuario al que nadie era capaz de sentarse; don Luis era allí una personalidad que merecía toda la consideración, y sus textos, hasta su muerte, fueron bienvenidos siempre como lecciones de periodismo. Era veloz y fiable; podría decirse, sin temor a que la exageración sea demasiado hiperbólica, que las entrevistas que hacían se entregan a las linotipias casi al tiempo que él terminaba de hacerlas.

Lo conocí entonces, cuando era yo un joven redactor que colaboraba en EL DÍA (hasta que acabé Periodismo y don José Rodríguez, que era entonces el gerente del periódico, me anunció que ya era redactor fijo), pero lo empecé a leer cuando era un adolescente, en aquella casa en la que empecé a leer periódicos. Y fue por aquella sección, entre las muchas que, de un modo u otro, apelaban al brillo incierto de los días.

Las manos sobre el teclado tenía el ritmo poético y periodístico de don Luis: no hablaba de las nubes ni de las piedras, sino de las personas y de los hechos, como un periodista. Su tono era de una serenidad que le quitaba al tiempo la urgencia que hace arriesgado leer los periódicos. Su capacidad para la anécdota lo convertía, en esos tiempos, en una ventana abierta a un mundo mucho más brillante y diverso que el mezquino mundo en el que se debatía la vida provinciana, de la que el periódico hacía obligada crónica.

Manuela y Olga Álvarez Cruz, las devotas hijas periodistas de don Luis, publicaron en el centenario del padre, en la editorial que fundó Olga, Tauro, un libro excelente y emocionante sobre la vida, la obra y las imágenes (¡qué imágenes!) de la experiencia profesional y humana del gran periodista.

Por esa casualidad que los libros desprenden por sí solos, nada más abrir el libro por cualquier sitio me saltó, en la antología con la que ellas ilustran esta memoria del maestro, un ejemplo de aquellas crónicas que aparecían con aquel título, Las manos sobre el teclado. Recuerdo la imagen con que las ilustraban, en la página más noble de EL DÍA: una pluma y un tintero; en blanco y negro, como es natural.

Esta, en concreto, se titula Páginas de álbum al azar, fue publicada el 27 de octubre de 1964. Como el aroma de esos artículos era tan persistente, tan musical, tan propio del periodista que los firma, siento ahora que esa precisamente la leí también. La memoria, dice ahí don Luis, es un saco sin fondo. Y mi memoria, que se apresta a recordar qué leí en mi vida y, primero que nada, en este periódico, tiene muy destacado en el saco el rostro severo y también coñón, alegre y también ensombrecido, de este hombre que nos enseñó a saber que la actualidad (las noticias que le reclamaba a Salcedo) también debe tener reposo.