Todos los psicólogos insisten en que el perdón es absolutamente necesario para la salud mental, en que el resentimiento impide construir una vida feliz. Pero yo pregunto: ¿dónde obtener las fuerzas para perdonar? Porque todos conocemos a quienes no las encuentran por ninguna parte, a quienes saben que deberían perdonar pero no pueden, y sufren mucho.

Me serviré del duro testimonio de una jovencísima monja, tomado de una carta a su superiora, para reflexionar sobre el perdón: "Soy Lucía Vetruse, una de las novicias violadas por las milicias serbias (...). Ahora soy una de ellas -una de tantas mujeres anónimas de mi pueblo, con el cuerpo destrozado y el alma saqueada- (...). Nunca creí que el dolor pudiera alcanzar tales dimensiones".

También, del libro Heridas en el corazón, del psiquiatra Javier Schlatter, que ofrece algunas terapias para ayudar a perdonar. La primera, de tipo cognitivo-conductual, consta de veinte pasos acompañados de un terapeuta -reconocimiento, decisión, fase de trabajo, de profundización...-. Ahora bien, cuando se pretende conseguir redignificar al agresor, empatizar y compadecerse -"apiadarme del ofensor y ofrecerle incluso amor"- se reconoce que no siempre se puede lograr. Sobre todo, si el agravio fue muy fuerte.

La segunda técnica consiste en sacar a la persona ofendida de "la dinámica del daño-dolor-venganza". Para ello se usa la psicoterapia humanista-existencial de Viktor Frankl, con la que se intenta encontrar el sentido que pudiera tener para la propia vida el dolor producido por la ofensa.

Y esto, sentido espiritual, es lo que encontró Lucía, la novicia croata: "Mi humillación se suma a las de las demás, y solo puedo ya ofrecerla por la expiación de los pecados cometidos por los anónimos violadores y por la paz entre las dos etnias opuestas, aceptando la deshonra sufrida y entregándola a la piedad de Dios".

Afirma Schlatter que en todas las principales religiones se contempla el perdón no solo como algo bueno, sino "incluso necesario, aunque los enfoques y límites sean diversos". Y es que el perdón necesita de una comprensión sobre el sentido profundo de la vida que la recargue de argumentos para llegar a ser capaz de tomar la decisión de absolver al agresor, y para que esta decisión se mantenga firme. Y la experiencia religiosa -para quien la posea- de un Dios que ha muerto y resucitado para perdonar nuestras ofensas resulta incomparable.

Lo certifica la conmovedora sinceridad de Lucía Vertruse: "Seré pobre; retomaré el viejo delantal y me pondré los zuecos que usan las mujeres en los días de trabajo; e iré con mi madre a recoger resina de los pinos de nuestros grandes bosques... Haré todo lo posible por romper la cadena del odio que destruye nuestros países. Al hijo que espero, le enseñaré solamente a amar. Mi hijo, nacido de la violencia, será testigo, a mi lado, de que la única grandeza que honra a la persona es la del perdón".

G. K. Chesterton, un grandísimo intelectual inglés que se convirtió al catolicismo a la edad de cuarenta y ocho años, animaba a mirar al mundo con asombro agradecido. Él percibió que tras lo real se escondía algo maravilloso, y eso le llevó a preguntarse sobre quién andaba detrás: "Había, pues, algo personal en el mundo, como lo hay en las obras de arte".

La religión ofrece motivos para perdonar, incluso al enemigo; además, dota de sentido profundo a la vida y a la convivencia -y esa experiencia íntima merece mucho respeto-. Pero no se cree por eso. Así, en el poema que Chesterton escribió el día de su bautismo relumbra la emoción del encuentro con un Amigo: "Los sabios amontonan centenares de mapas / que trazan de su mundo creciente como un árbol. / Sacan una verdad de mil indicios / amontonando arena y liberando el oro. / Todo esto para mí no es más que polvo / porque me llamo Lázaro. Estoy vivo".

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