Confieso haber perdido temporalmente mi identidad, ya que durante un período de veintidós días he dejado de tener nombre y apellidos para responder sólo a la numeración del encabezado. Durante algo más de tres semanas he ostentado esos dígitos en el anonimato más desesperante que me otorga el Servicio Canario de Salud, para distinguirme de otros que como yo hemos llegado por los conductos habituales generados por el protocolo de admisiones de urgencia. Un servicio que no funciona como sería deseable, algunas veces con picos insoportables de demanda médica; donde la estampa de los enfermos hacinados en los pasillos en espera de cama hospitalaria es un hecho tristemente cierto en el panorama insular. Salvado el principal escollo, cual si te tocara inesperadamente un premio en la lotería, experimentas el traslado a planta conforme a la patología de tu dolencia; siendo la de traumatología, que fue la que me tocó en suerte, la más demandada por la morfología de su causa, la mitad de las veces fortuita.

Llegado al ansiado confinamiento, debes hacer de tripas corazón para pasar una serie de reconocimientos posteriores a los experimentados en urgencias, y en un santiamén te ves compartiendo habitación con un extraño, al que le acompañan unos rostros igualmente desconocidos, que tu lógica aún media confusa los asocia a familiares o amigos del llegado antes que tú. Casi de inmediato, ocupando ya la cama numerada, te ves sorprendido por la llegada del premio de consolación de un carro repleto de comidas insípidas, que aunque alimentan carecen de esa chispa que alegra el paladar cuando la degustas, porque no debes olvidar que estás en un centro hospitalario y, por tanto, carente de sabor. Tampoco te van a faltar los milagrosos calmantes genéricos porque forman parte del compromiso habitual declarando guerra absoluta al dolor, ya que permaneces en una especie de nirvana permanente, que sin embargo no te libra de la dolorosísima manipulación de tu cuerpo serrano a la hora del obligado aseo. Con suerte puedes dar con un personal auxiliar consecuente con tu dolencia, que hace lo posible para generarte el menor daño posible mientras te gira como una peonza en el potro -la cama- siempre sobre el hueso que tienes roto y que se te clava con saña en tu martirizado cuerpo. Ahí, entonces, es cuando pones a prueba la capacidad sonora de tu garganta emitiendo unos alaridos perfectamente audibles desde la carretera general, y que son aceptados con rutina profesional por los que te manipulan, con la experiencia de largas vías dolorosas recorridas. Incluso puede hasta darse el caso de que te topes con una goda de pelo rojo, perennemente malhumorada, que ante tus expresiones de dolor difiere de su nombre de progenitora de Cristo y te riñe por quejarte, amenazándote de paso con los pacientes que aún le quedan por bañar. Todo un dechado de virtudes, ¡vamos! Pues, pese a estos inconvenientes, resulta curiosa la capacidad de reacción del ser humano, que va experimentando un proceso de adaptación hasta el punto de considerar normal lo que no lo es, mientras vas deshojando la margarita de la cita con el quirófano, donde limpiarán, abrillantarán y fijarán tu hueso lo más profesionalmente posible, que en el mejor de los casos servirá para recuperar la bipedestación de mono desnudo a que pertenezco. Por razón de espacio, omito las experiencias posteriores a la recuperación parcial de este accidente; el cual y dentro de la línea de un chiste de humor negro, confieso que fui atropellado por la ambulancia que me transportaba del centro clínico a mi casa, justo cuando transitaba por el paso de peatones para subir a la acera salvadora. No fue así y la conductora me cazó como a un conejo. Buscando el lado positivo debo decir que en el fondo tuve suerte, pues si en vez de una ambulancia me hubiera atropellado un coche de pompas fúnebres, ahora estaría criando malvas.

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