Hay una soledad -voluntaria, meditativa- de cuyo cuidado, en especial en nuestro mundo de prisas, ruidos y pantallas, dependerá nuestra estatura interior, el grosor de nuestro espíritu, para poder comprender, acoger, educar y amar. Además, sin ese alimento quedamos reducidos al «hombre anónimo» (Zubiri), al «hombre misceláneo» (Christian Bobin), a personas superficiales que llevan muy poco de auténtico en su interior, y que hacen lo que hace todo el mundo solo por irreflexión.

"Ahora vuelven muchos a sentir nostalgia del rebaño", sentenciaba Ortega y Gasset en un ensayo de 1930 con su característico estilo, ridiculizando la disposición a seguir la moda de modo acrítico y por comodidad: "Quieren marchar por la vida bien juntos, en ruta colectiva, lana contra lana y la cabeza caída". Pero también ofrecía la solución a esa tendencia cobarde: "La soledad tiene algo de herrero trascendente que hace a nuestra persona y la compacta y la repuja. Bajo su tratamiento el hombre consolida su destino individual y puede salir impunemente a la calle sin contaminarse por completo de lo público, mostrenco, endémico".

Porque cada vida debe ser recorrida de modo auténtico, individual, de manera pensada y reflexiva; con conocimiento propio y con lucha interior. Sin todo eso, la existencia puede ser pobre, en buena parte dirigida desde fuera, manipulada; y muchas veces termina en un fracaso existencial, y con heridas profundas de difícil solución. El consejo es antiguo, pero ahora recobra especial importancia: "conócete a ti mismo", como se leía en el templo de Apolo en Delfos.

También Miguel de Unamuno escribió un ensayo que tituló, precisamente, "Soledad". "No hay más diálogo verdadero que el diálogo que entablas contigo mismo, y ese diálogo solo puedes entablarlo estando a solas. En la soledad, y solo en la soledad, puedes conocerte a ti mismo como a prójimo (...). Si quieres aprender a amar a los otros, recójete (sic) en ti mismo".

Resulta que el silencio interior, además, potencia la amistad y la libra de la ligereza. Porque en la clausura de la meditación se revaloran las conversaciones, se reverdecen las alegrías, se liman las asperezas, se encuentran nuevos argumentos para sorprender a nuestros amigos con pequeñas ocurrencias y complicidades... Y todo esto es imposible sin esos parones de silencio: "¡Si supieras lo que debo a mis dulces soledades! ¡Si supieras lo que en ellas se ha acrecentado el cariño que te guardo, y cómo las palabras que viertes en mi alma se ensanchan y adulciguan luego!", escribe Unamuno en el ensayo citado.

Xavier Zubiri expuso otra dimensión esencial de la soledad. Escribió: "La existencia del hombre actual es constitutivamente centrífuga y penúltima. Pero si, por un esfuerzo supremo, logra el hombre replegarse sobre sí mismo, siente pasar por su abismático fondo, como sombras silenciosas, las interrogantes últimas de su existencia. Resuenan en la oquedad de su persona las cuestiones acerca del ser, del mundo y de la verdad".

Ahora nos viene a decir este gran filósofo que el silencio nos enfrenta a las cuestiones fundamentales de la vida. Y que sin esto, la existencia vaga como perdida o entretenida en lo insustancial hasta que, más pronto que tarde, se da de bruces con el dolor, la enfermedad o la muerte de alguien querido y, entonces, se derrumba o deprime. Tal vez se intentará una huida para no querer ver esas realidades, pero esa solución no conducirá sino a una decepción mayor. ¿No resultará más fecunda ganar esa soledad que alimenta nuestro interior, incluso cuando sufrimos?

La que refleja el poema de Antonio Machado: "Converso con el hombre que siempre va conmigo / -quien habla solo espera hablar a Dios un día- / (...) / Y cuando llegue el día del último viaje / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar".

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