Después de mucha zozobra, hace apenas ocho meses un suspiro de calma y satisfacción se extendió por todas partes tras la reconquista de la bella y triste Palmira de las garras de Daesh, que, con pareja crueldad y exhibicionismo, asesinó a los hombres y arrasó los monumentos del pasado. Portavoces del Gobierno de Damasco, que tiene un doble frente con la rebelión interna y los imprevisibles yihadistas, y fuentes de las fuerzas trasnacionales que combaten a estos últimos confirman ahora que, otra vez, la emblemática ciudad volvió a caer en manos de los bárbaros.

En la primavera el octogenario Khaled al Asaad dio rostro al drama por su abominable decapitación, difundida como tantas otras, como propaganda televisiva y, también, por su reputación como el arqueólogo y antropólogo que consagró medio siglo de trabajo al rescate, conservación y presentación del yacimiento. Dentro de la contabilizada catástrofe y del escueto inventario de vidas y obras que se salvaron de la sinrazón y el odio, la liberación de la urbe bimilenaria se leyó como la toma de conciencia y el activo compromiso de las naciones libres en favor del patrimonio universal. Después de tanto olvido e indiferencia, fue la primera acción común de Occidente, el casco geográfico, ideológico y económico que se proclama heredero de los logros y defensor de los derechos humanos y que, por fin, levantó su bandera ética por encima del horizonte de intereses y negocios en el que se desenvuelve habitualmente.

Bajo el régimen despótico de Bashar al-Asad y en una guerra civil que, desde 2011, mantiene vivos los focos de resistencia y la implacable represión, las complejas coordenadas de Siria favorecen la locura yihadista y, hasta la fecha, abortaron el entendimiento conjunto y las prioridades de actuación de los medios militares extranjeros que combaten allí contra una amenaza planetaria. En esa estéril y dolorosa encrucijada se anotan avances parciales y retrocesos notables e incomprensibles como la nueva pérdida de Palmira, que, desgraciadamente, no tiene ningún interés para los asesinos del siniestro califato pero tampoco para el cenizo mandatario de Damasco. Otra vez los muertos sin identidad y los refugiados sin esperanza reclaman justicia entre las ruinas clásicas y la arena cálida de Oriente Medio.