En su convicción sentimental de que no se había ido de la isla de Gran Canaria, de que seguía viviendo en su luz, ante su mar, de que no era un habitante del Madrid sombrío de entonces, aquella ciudad que olía al butano de los taxis negros, Manuel Padorno vivía de noche. De día dormía, y a veces dormía de noche sólo para soñar con la isla, con el mar, con los pecios de la Isleta, con los marullos de Cícer, con la perfección poética de la arena de la playa de su vida, la Playa de Las Canteras.

De noche desayunaba, almorzaba, cenaba como si el mundo (eso le pasaba también a Juan Carlos Onetti) estuviera del revés. En esa época, los años setenta del siglo pasado, lo conocí con su mujer, Josefina, y con el hermano de ésta, el cineasta Antonio Betancor, en su casa de la avenida de los Toreros, 24, donde me quedé algunas veces. Era, con toda su familia, un hombre generoso, que te saludaba siempre ("¡Ya coño, Juanito!"), al teléfono, en la calle, en la casa, como si estuviera deseando escucharte o verte, como si el tiempo se detuviera si estaban otros a la puerta o al otro lado de la línea. Luego con él la vida era una fiesta de literatura; era un hombre sensato, a pesar de esa vida al revés que llevaba, así que hablaba de los libros con rigor, de la política con rigor, de la vida con rigor y con decencia. Era un hombre decente, que como editor, como gran editor, publicó a todo el mundo, de su generación, de antes y de más tarde.

No sólo fue eso, un editor, en el sentido viejo de la palabra: alguien que se preocupaba de los libros desde el primer milímetro hasta el último, hasta conseguir bellísimas ediciones que cuidaba como si estuviera en un taller de orfebrería trabajando con piedras preciosas, las palabras. En aquel tiempo ya era un poeta reconocido, pero él no hablaba de su poesía, ni de su pintura, ni hablaba de sí mismo. Hablaba de los que le acompañaban en la historia, de Manolo Millares, de Martín Chirino, de los que lo acompañaron en el viaje arriesgado a la Península, cuando era como Marlon Brando, tan guapo, pero no tenía otra posibilidad de sobrevivir que la esperanza. Pero de sus versos no hablaba, o hablaba muy poco. Se dedicaba a cuidar la escritura de los demás, y de qué manera. Le pagaron con tajadas de aire, como decía mi madre, pero él se conformaba, como pago de los desmanes que sufrió, con que los rasguños no fueran correspondidos. Una vez se enfadó conmigo, la única; y no sé si él tenía razón, pero yo no podía perder a aquel amigo, y le mandé por la noche flores salvajes, y seguimos hablando con su entusiasmo y con sus palabras y con su entusiasmo y con sus ideas hasta su último suspiro, que ocurrió en aquella casa de Madrid la noche antes de que tuviera que intervenir, con otros poetas, incluido su amigo Arturo Maccanti, en el Jardín Botánico de Madrid.

Me dio rabia su muerte como me dan rabia todas las muertes. La muerte es lo peor de la vida, y nos afecta para siempre. A la muerte no le sigue el olvido, es mentira. Me acuerdo de Padorno, y de tantos, todos los días de mi vida, cuando estoy feliz, cuando me siento desgraciado. Es una persona muy importante para mi, hay tantas personas inolvidables en mi vida. Él preside esa estantería sentimental a la que miro para no quedarme solo. Tuve ocasión de decir todo esto el jueves último, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, donde se presentó el extraordinario primer tomo de sus obras completas, editado por la Fundación Cajacanarias y la excelente editorial Pre-Textos, con prólogo de Jaime Siles y edición de Alejandro González Segura. Las hijas de Padorno, Ana, Teresa, leyeron versos del padre. Allí miraba Josefina, su mujer, editora con él de Taller de Ediciones JB. Padorno estaba allí, con el entusiasmo que nos regaló.

No olvido su vida exageradamente generosa.