Los carroñeros están en vigilia permanente para al menor descuido ir tras la presa, cogerla y poco a poco despedazarla hasta terminar con ella.

Los carroñeros no tienen una sola guarida, se encuentran dispersos por el mundo porque saben que sus presas en ese espacio se multiplican, y así afilan sus artimañas para vilipendiar y desde un gracejo estupido dar respuestas necias cuando se les pregunta qué tal ha ido el festín.

Señalan a la presa sobre la cual tienen que actuar, y desde un acuerdo tácito deciden desplegar sus alas deshilachadas por la soberbia, y con sus picos curvos y afilados por donde desgranan palabras ininteligibles se crecen tras realizar la faena, considerándose portadores de la verdad absoluta.

Como su vuelo es alto, se creen por encima del resto y no tienen un código de conducta refrendado, sino que actúan por donde sople el viento, bajo el que se amparan para con su ayuda llegar a tiempo y triturar con sus gargantas sedientas a la presa que, desvalida después de tanto correr para huir de sus espolones emponzoñados, cae por la perdida de fuerzas y por el estado de invalidez que sufre.

Los carroñeros no son poderosos, no son como el cóndor andino o el águila imperial de los centuriones romanos; ni siquiera se confunden con la lechuza de Minerva, la que está acostumbrada a alumbrar un nuevo día con esplendor y placidez, donde las brumas de los errores se descorren apareciendo la nitidez y la cautela que darían paso a la conformidad. Ellos se apartan de todo aquello que sea corriente, de lo que los confunda, con lo cual se alejan de lo que debe ser, y pretenden ser fieles a sí mismos, que es no dejar títere con cabeza, como decimos por aquí.

Tienen el convencimiento que con sus faenas limpian el mundo de aquellas especies que pueden comprometer sus vivencias o desviar sus vuelos. Quieren ser los únicos que dirijan la trayectoria de los demás, por lo que a unos les ponen unas buenas pistas de aterrizaje y a otros los conducen al camino de los barrancos o de los mares enfurecidos.

Pero los carroñeros, a pesar de esa sabiduría que dicen tener, ignoran su joroba, que también la tienen, ocultan sus derrotas e hipocresías, que son miles, así como sus traiciones, que se cuentan con los dedos de las dos manos y, sobre todo, ignoran al ser humano, al que creen entupido y volátil, del cual forman parte.

Y no dicen el destrozo que dentro de sus guaridas se hacen entre ellos, porque su fiereza a veces se transforma en su propia autofagia.

No obstante, los carroñeros seguirán tramando nuevos vuelos, fijándose en futuras presas con sus alas siempre dispuestas a desplegarse hasta que ya deshilachadas y sin fuerza caigan también al vacío.