A esas alturas de 1975 Franco se había muerto como una media docena de veces. El tema se había convertido en una coña. Estabas con la gente del partido echándote unas cañas en la cervecería de la glorieta de Embajadores y aparecía con gran agitación no se quién que traía noticias de "muy arriba" de que esta vez sí, por la cuquita del niño Jesús, que el dictador la había palmado. Y aunque ya te la habían colado una y otra vez, la última versión siempre te dejaba en la duda. "¿La habrá cascado ya por fin la momia esa?". Pero no. A las pocas semanas le volvías a ver viejo y cascado en la televisión, levantando el brazo como un robot.

Por eso la madrugada del 20 de noviembre, cuando nos sacaron de la cama a gritos me acordé de las madres de los que estaban dando brincos en la habitación. Aún no había amanecido y estaba oscuro. Me gritaron una y otra vez que Franco había muerto y salieron a escape para seguir alborotando. Me limpié las legañas y me asomé a la ventana de la avenida Ramiro de Maeztu, donde estaba muchos de los colegios mayores universitarios de Madrid. Desde las ventanas y azoteas caían centenares de rollos de papel higiénico, como un confeti gigante que adornaba las fachadas de los edificios. Y alguien había colocado un altavoz en la ventana, desde la que sonaba con fuerza una venenosa canción muy adecuada al suceso: "Ya se murió el burro, de la tía Vinagre...".

Franco se había muerto esa madrugada. O mejor dicho, habían decidido decirnos que se había muerto esa madrugada. Y mientras las lecheras de los grises, con sus parpadeantes luces azules, tomaban todas las calles de Madrid, mucha gente empezó a preguntarse: ¿y ahora qué? Ahora todo. Se suspendieron las clases, se decretó luto nacional y ante el féretro de Franco desfilaron miles y miles de personas. El país iba a sufrir una conversión prodigiosa. Millones de personas pasaron del régimen silencioso a ser demócratas de toda la vida. Y conforme las libertades se fueron enraizando en la sociedad, aquellos años de dictadura parecieron diluirse en una niebla

Franco había elegido como sucesor en la jefatura del Estado al futuro rey Juan Carlos. Tardó "un poquito" en reinstaurar la monarquía después del golpe de Estado contra la República. Unos treinta y pico años. Pero es que se le pegó el culo a la poltrona hasta que le sacaron con las patas por delante.

El dictador nombró a Juan Carlos porque pensó que era la manera de dejar atada y bien atada la continuidad del Movimiento español. De su régimen. Pero el nuevo rey le salió rana. Se cargó las viejas Cortes franquistas y le dio a España una carta otorgada votada como Constitución, una imperfecta democracia representativa y un mejorable sistema de partidos políticos. Nada estuvo bien del todo. Nada fue perfecto. Pero desde aquella madrugada he visto pasar las cuatro décadas más prósperas y libres de la historia de España. A veces recordar consiste solo en poner las cosas en su sitio.