Después del triunfo de Donald Trump, nuevo presidente electo de los Estados Unidos, en la vieja Europa han empezado los análisis paleativos. Frente a la sensación de acojono generalizado, los expertos intentan consolarnos sobre la base de que una gran responsabilidad suaviza las aristas. Y que el nuevo líder mundial no será el mismo fanfarrón perdonavidas de la campaña electoral.

Trump ha ganado demoliendo las buenas costumbres y utilizando de forma espectacular a los medios de comunicación (les recomiendo releer a Lakoff y su libro "No pienses en un elefante"). Ha vencido utilizando un lenguaje populista y provocador y ha tocado el corazón de la América profunda apelando a la restitución de la grandeza perdida. El poder del nuevo presidente contará, además, con mayoría en las dos cámaras, el Senado y la Cámara de Representantes.

Las claves que Trump ha manejado son la xenofobia laboral, el cabreo de los ciudadanos por el enorme número de inmigrantes que trabaja en Estados Unidos, y el desencanto generalizado de los contribuyentes con un Gobierno federal que consideran pusilánime, entregado a los intereses de Wall Street y el capitalismo de casino, que no representa al honrado productor norteamericano. Por cierto que la Europa que se escandaliza ante mensajes de Trump como edificar un muro en la frontera con Méjico, es la misma que ha blindado sus fronteras ante las oleadas de inmigración en el Mediterráneo -convertido en el mar de la muerte- o ha levantado vallas de alambre de espino con Marruecos. Sobran comentarios.

Lo queramos ver o no, hay un fantasma de populismo que recorre un mundo convertido en la aldea global de las redes sociales. La gente está desencantada de escuchar el mismo leguaje en todos los políticos; un discurso plagado de lugares comunes, artificial, plástico, lleno de argumentarios manidos y políticamente correcto. Están dispuestos a dejarse epatar por nuevos actores que desembarcan en la vida pública con maneras de bravucón y lenguaje tabernario. Puede ser un payaso italiano, un neonazi francés, un antisistema español, un xenófobo austriaco o un ultranacionalista británico. Da igual. La mecánica de fluídos sociales que ha funcionado en Estados Unidos no es tan distinta de la que existe en la Unión Europea, cuyo proyecto de unidad ha saltado por los aires dinamitado por la debilidad de las instituciones, por el portazo del "brexit" y los movimientos secesionistas de algunos territorios que quieren descomponer los actuales estados.

El mundo desarrollado vive un cambio de paradigma que los viejos partidos no han asumido aún. Es la rebelión de las masas de la que hablaba Ortega. Si no existe el pensamiento ilusionado de un destino común, surgen las hogueras de las tribus, los localismos que ofrecen la fragmentación como la respuesta y la autarquía nacional como solución a todos los problemas.

Las ardientes barbas del vecino americano no son una anomalía. Son parte del paisaje. Las democracias liberales europeas padecen la misma infección que ha provocado el auge de un triunfador que ha vencido a los suyos y a los adversarios; a republicanos y demócratas. Trump es un personaje inclasificable en la política ortodoxa. Y ahora veremos si era sólo un personaje.