En mi barrio de niñez habitó un hombre decente y cordial, sin grandes méritos ni defectos conocidos y que, libre de cargas laborales, ocupaba todo el día su ventana estratégica desde la que controlaba el pulso de la calle del Medio; respondía al saludo habitual -Buenas, don Manuel, ¿cómo va la cosa? -con idéntico laconismo -Aquí, viendo gentes y asuntos- que, hoy, en el grato retorno a EL DÍA, uso para titular una esquina dedicada al protagonismo de las personas -de aquí y de allá- adornadas por la dignidad y la ortodoxia, y/o también lo contrario, y todo cuanto, para bien y para mal, cabe en nuestras actitudes.

El veranillo de San Miguel nos trajo una ristra de noticias que, por origen, desarrollo y modos, entraron directamente en los cajones de los sainetes interesados que nutren la historia, que nos sorprenden o avergüenzan o que, por reiterativos, se estrellan en la encallecida piel de los asombros. Aquí saltamos de una sonada moción de censura, que relevó a un veterano alcalde sureño y se rodeó de expectativas casi apocalípticas para luego caer en la inercia de la cotidianidad, a una riña de un partido estatal, transmitida en directo, que ganó todas las marcas de audiencia y bochorno imaginables; se libraron diferencias en la entraña de la segunda fuerza política de un país que camina, o tal vez no, hacia las terceras elecciones generales.

La actualidad nos enseña que priman las conductas que anteponen los intereses personales y sectoriales a las causas de alcance general. Así que, como excepción, a las bullas que se comentan solas, destacaron las exequias de un político curtido Simón Peres -1923-2016- que, con una eficaz dedicación al Estado de Israel y frente a los radicales que relevaron a su partido del poder, apostó -con Isaac Rabin y el líder palestino Yasser Arafat- por un acuerdo de paz que dio un aliento esperanzado a Oriente Medio. Para la memoria el compartido Nobel de la Paz de 1994 y, por la crisis continua en el histórico territorio, la nostalgia de quienes pensaron, en ambos bandos, que la convivencia de los pueblos no sólo era justa y necesaria sino también posible.