Cuando vuelvo a La Laguna paseo por el centro, bajo la calle de La Carrera, voy por San Agustín, entro en el Instituto.

El último miércoles de agosto volví al Instituto, recorrí las aulas en las que aprendimos Latín, Griego, Geografía, Literatura... En este medio siglo muchas cosas se han quedado en la memoria, pero otras se han disuelto en el agua abundante que ha llovido sobre todo en La Laguna.

En Latín teníamos a don Martín Cigala, que empezaba las clases recitando en esa lengua bellamente viva. "Arma virumque cano". Don Eudoxio nos obligaba a aprender de memoria, palabra a palabra, el bellísimo Griego clásico con el que ahora me defiendo a duras penas en Atenas, donde me hallo. Nuestra profesora de inglés, una tímida vallisoletana que hacía leer a Manuel Crespo de las Casas para que éste luciera su inteligente sentido del humor, nos puso a leer a Miguel Hernández y a Miguel Delibes, y nos convocó a escribir. Y don Leoncio, don Leoncio Afonso, que no sólo nos dio Geografía sino que nos llevó a creer que valía la pena descubrir el mundo para entender a las personas y para saber más de nosotros mismos.

Ahora, en este último paseo por La Laguna y por el Instituto, visité lo que fueron las respectivas aulas..., pero éstas ya no están. Están los espacios, pero han sido agrandados para albergar salas de exposiciones, que ese día estaban llenas de buenas incitaciones del arte y la antropología, pero, ay, demasiado vacías de personas. Recordé a cada uno de aquellos profesores, a los compañeros de las aulas, vivaces como Crespo o tímidos como Tomás, estudiosos o haraganes, divertidos o introvertidos. Un mundo que para mi es inolvidable. Y, cómo no, recordé con enorme cariño a aquellos profesores que soportaban nuestros exabruptos y nuestra pedantería; el profesor Ruyloba, que era un sabio, soportó que un mocoso como yo le presentara una teoría sobre la inexistencia de Dios, y don Eudoxio no me echó de clase cuando me indigné ante él porque no me supe, como era imperativo, las veinte palabras que teníamos que decir de memoria cada día de clase.

Don Leoncio era otra historia. Don Leoncio nos daba conferencias, nos hacía intervenir de vez en cuando; pero sobre todo decía, sonriente y afable, como si leyera en un pódium invisible las palabras que iba diciendo. Improvisaba, claro; lo hacía con lentitud, sonriendo, sin equivocarse en una letra. Recuerdo, no sé por qué, que unía los dedos como si tuviera entre ellos una tiza o un bolígrafo, y era en realidad un tic que le ayudaba a concentrarse, a sentirse ajeno a cualquiera de los ruidos que pudieran producirse en clase. La suya era una paciencia doctoral, como si fuera un médico de familia ajeno al guirigay de los enfermos y sus parientes. En cierto modo nos contagió su ritmo, así que seguíamos las clases con una enorme atención, como si temiéramos distraerlo de manera que perdiera la concentración y por tanto el hilo de sus clases tan bien contadas.

Ahora que don Leoncio ha cumplido cien años y que, con todo sentido, las islas le han rendido homenaje a tanta y tan sabia longevidad, he recordado esas clases en el Instituto. Como si aún lo viera gesticulando. Y siento que quizá era aquella paciencia que exhibía exponiendo en sus clases la que le ha permitido llegar lúcido a ese centenario, cuya felicidad comparte con hijos tan lúcidos y activos como él.

Cuando acabé aquel paseó del último día de agosto por el Instituto me fijé en las paredes que circundan el patio. Les han quitado la cal, las han dejado en piedras vivas. Les hice una fotografía que ahora miro como la metáfora de lo que nunca se olvida, como si hubiera estado tocando la piel del alma de lo que para nosotros era aquel lugar bello de hace medio siglo.